LITERATURA

REFLEXIONES

 

 

Rodolfo Fogwill

 

Cuando un imbécil se ha vuelto prescindible para sí, íntimamente se sabe prescindible para los otros. Esto se aprende en las salas de terapia intensiva, los tiroteos, los naufragios y en ningún otro lugar del mundo, creo. Hace tanto tiempo me supe prescindible que ni lo recordaba y esta reflexión sobre la memoria me ayuda a prescindir de vos y de tus efectos sobre mí, que siempre imaginábamos no eran sino los efectos que producía sobre vos el reconocimiento de que «algo hubo». Ya ves, estoy muy viejo y continúo escribiendo cartitas de amor, pero desde que me supe prescindible sólo escribo cartitas de amor a prostitutas de la peor especie, como vos. «Putita discou», escribiría si no temiese lastimarte ahora que has aprendido que ciertos géneros musicales hay que ignorarlos desde el comienzo porque importan menos que el amor y se parecen al amor sólo por su carácter obvio, ficticio, seriado, imitativo, invasor, viscoso. Y pegajoso. Pero no volveré a representar mi antigua revulsión hacia las cosas que pringan —bastante la he vivido contigo— ni quiero que pienses que te supongo una «putita discou»: sos una puta de foyer, una puta de soirée, una cazadora de fortunas emocionales, una «play-girl» sin auto, una desgracia de mujer. Pronto envejecerás y cada vez será menos probable que alguien sorprenda determinado efecto que sus efectos sobre vos le provocan y se ate a eso, pero siempre habrá imbéciles y la vida transcurre trayendo nuevas preocupaciones, nuevos ejercicios que sustituyen a las personas cuando comienzan a congelarse los mohínes y los tics deliciosos de la carne graban su negativo en las pieles de plata de las putitas que envejecen. No escribiré sobre esto en mi carta de amor, en mi cartita de amor de despedida… Efecto de un efecto elaborado sobre un efecto imaginado: ¡maravilla de espejos! «Pero esto de los espejos es muy viejo…», pensarás rimando, y yo sé que el juego de los espejos comenzó hace dos mil trescientos años, pero también sé que vos nunca sabrás que los primeros en jugar al espejo tuvieron permiso de sus mayores, porque siempre los primeros tienen mayores: notables atenienses, profesores spencerianos, capitanes de ejércitos coimeros que mueren en batallas atorrantas en medio de guerras tongadas. Cuando se juega con permiso de un grande es fácil. ¡Quién no lo sabe! Aquello es el espejo, ésta es la realidad, éste es mi lado. ¡Así cualquiera juega! Pero yo estaba solo y había prescindido de vos y de mis mayores, y mi juego era otro. Me ocurrió antes: verme «al» espejo, ver al otro vidrioso, especular, virtual, y saber que el de este lado es «yo», que nunca se conocerá al otro y que jamás se encontrará al especular, virtual y vidrioso que es. A eso jugaba, hasta el momento de destrozar el cristal de un culatazo. (Por entonces yo amaba posar frente al espejo con el saco desprendido insinuando las cachas de nogal de mi 38 Colt Police Special Service empavonado con reflejos azules). No lo hice aquel día: me cité para la tarde siguiente. Antes de ejecutarlo tomé el té, fumé un cigarro holandés muy aromático y bajé a contemplarme por última vez en el espejo del vestíbulo. Me encontré como siempre: eso era yo. Desabroché la sobaquera, ordené mi cuello y mi corbata y me observé durante un rato. Reproduje cada uno de mis gestos, reencontré una a una todas mis caras. Todo iba bien: la máquina seguía ajustada.

 

El Colt. El Colt me esperaba sobre el aplique de mármol rosa del vestíbulo. Vi su imagen reflejada en el ángulo inferior izquierdo del espejo, sus cachas de madera de nogal claro humanizaban el azul oscuro —casi negro— del pavonado del tambor. Volví a mirar el marco del espejo. Fue de mamá, era verde, con una guarda de oro Luis XVI. Después volví a mirar mis ojos mientras calculaba dónde golpear para que toda la pieza de cristal estallase a la vez: al centro, un poco abajo, en ángulo de treinta grados para no dañar las cachas de madera tan tibias y blandas del Colt. Resolví contener la respiración durante el acto. Resolví hacerlo con la izquierda, para ver al otro golpeando con naturalidad con su derecha armada de un Colt idéntico, pero virtual: inofensivo. Protegí mi mano y el antebrazo con un pañuelo: era de Osvaldo. Lo olvidó tiempo atrás en mi cuarto. De seda blanca, lo había bordado su madre en azul y colorado. Su guarda bordó de macramé contrastaba con una imagen en el centro: una figura de mujer. Mamá lo encontró entre mis sábanas y obviando comentarios, lo lavó, lo planchó con amor, y lo dejó junto a mi almohada donde lo descubrimos envuelto en un sobre de celofán azul aromado con capullos de lavanda secos. En ese pañuelo que tanto amor de madre guardaba entre sus pliegues enfundé mi mano y mi muñeca izquierdas para evitar herirme. ¿Cómo negar que mi mano, mi muñeca, su piel, sus fibras y sus venas eran un fruto de mi ser, como Osvaldo y yo fuimos para nuestras amorosas y murientes madres…? Eso pensé y tomé aire. Detuve mi respiración. Ya ni una idea de madre ni sombra alguna de conciencia que distinguiese mi reflexión de mis deseos de odio y golpear parasitaban mi voluntad. Medí el impacto con precisión y martillé. Fue un instante: vi mi brazo derecho alzándose, vi mi mano derecha que empuñaba con firmeza el Colt, vi mis ojos clavados en el punto donde debía golpear y sentí un perfume de lavanda expandiéndose tras el vuelo de mi antebrazo: un látigo cortando el aire. Y ya no pude ver. Ya no estaba yo más. Tampoco el cristal para delatar si alguna de sus astillas hirió mi cara. Mi mano izquierda relajada depositó el arma sobre el aplique de mármol gris. La otra temblaba aún por el esfuerzo del golpe. Quité el pañuelo que envolvía la muñeca derecha y lo sentí mojado de sudor y manchado por la película de aceite que protegía el revólver. Tras el espejo vi un hueco que alguna vez fue biblioteca o placard. Aquellas ratas cuyo origen intrigó a los mucamos y a mis padres durante tantos años tenían su nido allí, ahora lo sabía. El marco del espejo se montaba sobre una cruz que distribuía su peso y su armazón se estaba derrumbando hacia mi lado y arrastraba con él escombros, polvo y media docena de ratas pequeñas, recién nacidas. Las ratas grandes habían huido antes. De las seis o siete que cayeron entre las astillas de cristal sólo una corrió a refugiarse bajo el bargueño. Algunas respiraban agitadamente y movían sus cabecitas: vi latir sus cuerpitos translúcidos. Las otras tres estaban muertas por el impacto contra el piso de mármol. Entonces supe que quienes comenzaron las paradojas del espejo y los que las siguieron narrando y transmutando no hacían sino jugar, porque ellos confiaban en la sustancia de su lado y la llamaron realidad —tierra materna— y allí los sostenían notables atenienses, cretenses, siracusanos, coroneles federales, tenientes unitarios, padres spencerianos. Pero a mí no: yo estaba solo y no era un juego. Era un mareo el espejo. Eso: mareaba.

 

Mareaba como ahora. Para eso sirve prescindir de una mujer, para marear, para escribir sobre cierto mareo mareando sin apelar a sofismas ni hipótesis históricas sobre la certeza del poder patriarcal sosteniendo la posibilidad de un ejercicio confiado de la letra. Y sirve para descubrir al cabo de tanto pensar y marear a uno y a otro lado que ni el texto y sus ratas, ni sus imágenes de personas reales o virtuales se hubiesen desgranado sin prescindir de la mujer. Porque si yo no hubiese prescindido de vos en lugar de este texto flotaría en el frasco de la memoria sólo un magma confuso de frases sobre imágenes reales, efectos virtuales, virtudes personales, efectos de ciertas desubicaciones sociales y mujeres y mujeriles males: fibromas, voces agudas («¿Viste?», gritan) y la presencia de ese algo oscuro que ojalá fuese muerte, porque ahora sé, y cada vez lo sé con más certeza cuanto menos miedo de morir queda entre mis reservas, que es algo peor que la muerte y se parece a lo que comentamos la tarde de la vernissage de los Varela Núñez: «La imbecilidad sobreviene tan pronto uno comienza y otro sigue el feo juego del regodeo en la lucidez…». Eso que siempre creemos se parece a vivir, manera atolondrada de vivir oteando lo otro. Ya ves, yo siempre el mismo pero mejor: ¡Si hasta he sido capaz de escribir cuatro páginas sin repetir esa palabra que tanto te golpea («puta»)! La escribo ahora puta-puta-puta-puta-puta y sigo escribiéndola y gritándola, hasta que adentro me inunde el ruido «puta» y ya no pueda diferenciar el sonido de afuera de aquel ruido de adentro y tome el 38, lo apunte a la membrana temblorosa que separa los ruidos de uno y otro lado y dispare su gran ruido de acero, azufre y nogal claro y me deje caer en mis astillas, y esta vez no para llorar por una rata muerta como antes, aunque si alguien me encontrase entre los escombros de mi pantalla de escuchar creerá que lloré sobre el cadáver de una rata y piense que siempre hubo una rata royendo dentro de mí y diga a los agentes o a la familia que esa rata eras vos y nadie sepa que sólo eras la pantalla lustrosa que tuve para proyectar todas las ratas asesinadas por mi impericia mientras buscaba imágenes virtuales para llamarlas «realidad», aunque sabía que de este lado del cristal lo único verificable es el gran ruido que interrumpe la luz cuando alguien procura eliminar cierto reflejo que enceguece.

 

Fuente: https://bibliotecaignoria.blogspot.com

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