LITERATURA

LAS PAREDES ESTÁN FRÍAS

 

 

Truman Capote

 

—… así que Grant les ha dicho que vinieran a una fiesta fantástica y, bueno, ha sido así de fácil. La verdad, creo que ha sido una genialidad recogerlos, sólo Dios sabe que podrían resucitarnos de la tumba.

La chica que estaba hablando dio unos golpecitos a su cigarrillo para que la ceniza cayera a la alfombrilla persa y miró con aire contrito a su anfitriona.

Ésta enderezó su traje negro y elegante y frunció los labios, nerviosa. Era muy joven, menuda y perfecta. Un lustroso pelo negro enmarcaba su cara pálida, y su barra de labios era una pizca demasiado oscura. Eran más de las dos y estaba cansada y quería que se largasen todos, pero no era pan comido deshacerse de treinta personas, sobre todo cuando la mayoría estaba empapuzada del scotch de su padre. El ascensorista había subido dos veces para quejarse del ruido y ella, entonces, le había dado un whisky, que era lo que él quería, a fin de cuentas. Y ahora los marineros…, oh, al diablo todo.

—Está bien, Mildred, de verdad. ¿Qué son unos marinos de más o de menos? Dios, espero que no rompan nada. ¿Quieres volver a la cocina y ocuparte del hielo, por favor? Veré lo que puedo hacer con tus nuevos amigos.

—La verdad, querida, no creo que sea necesario. Por lo que he visto, se aclimatan con gran facilidad.

La anfitriona se encaminó hacia sus invitados repentinos.

Apiñados en un rincón de la sala, no hacían más que mirar y no tenían aspecto de sentirse muy a gusto.

El más guapo del sexteto giró su gorra, nervioso, y dijo:

—No sabíamos que había una fiesta así, señorita. Quiero decir que sobramos, ¿no?

—Pues claro que sois bien recibidos. ¿Qué demonios pintaríais aquí si yo no quisiera que os quedaseis?

El marino estaba azorado.

—Esa chica, la tal Mildred y su amiga, nos han ligado en alguno de los bares y no teníamos la menor idea de que veníamos a una casa así.

—Qué ridiculez, qué ridiculez más absoluta —dijo la anfitriona—. Sois del Sur, ¿verdad?

Él se encajó la gorra debajo del brazo y pareció más tranquilo.

—Yo soy de Mississippi. Supongo que nunca ha estado allí, ¿verdad, señorita?

Ella apartó la mirada hacia la ventana y se pasó la lengua por los labios. Estaba cansada, cansadísima de aquello.

—Oh, sí —mintió—. Un estado precioso.

Él sonrió.

—Debe de confundirlo con algún otro sitio, señorita. No hay gran cosa que ver en Mississippi, excepto quizás en la zona de Natchez.

—Claro, Natchez. Fui a la escuela con una chica de Natchez. Elizabeth Kimberly, ¿la conoces?

—No, no puedo decir que la conozca.

De repente ella se percató de que se había quedado sola con el marinero; todos sus compañeros se habían acercado al piano donde Les estaba tocando algo de Porten. Mildred tenía razón en lo de aclimatarse.

—Ven —dijo ella—. Te pondré una copa. Ellos saben apañárselas. Me llamo Louise, así que por favor no me llames señorita.

—Mi hermana también se llama Louise. Yo soy Jake.

—Vaya, ¿no es encantador? Me refiero a la coincidencia.

Se alisó el pelo y sonrió con los labios pintados de un tono demasiado oscuro.

Entraron en el tugurio y supo que el marinero estaba observando cómo se balanceaba su vestido alrededor de las caderas. Se agachó para pasar por la puerta que llevaba al otro lado del mostrador.

—Bueno —dijo—, ¿qué va a ser? Me olvidaba, tenemos scotch y whisky de centeno y ron; ¿qué te parece una copa de ron y Coca-Cola?

—Si tú lo dices —sonrió él, deslizando la mano a lo largo de la superficie del mostrador, que se reflejaba en el espejo—. ¿Sabes?, nunca había visto un sitio como éste. Parece salido de una película.

Ella revolvió rápidamente con un bastoncillo el hielo dentro de un vaso.

—Si quieres, te lo enseño entero por cuarenta centavos. Es bastante grande; para ser un apartamento, me refiero. Tenemos una casa de campo que es mucho, mucho más grande.

No sonó bien. Era demasiado altanero. Se volvió y repuso en su hueco la botella de ron. Veía en el espejo que él la miraba, a ella o quizás a través de ella.

—¿Qué edad tienes? —preguntó él.

Ella tuvo que pensarlo un minuto, pensarlo de verdad. Mentía tan continuamente sobre su edad que a veces ella misma olvidaba la verdadera. ¿En qué cambiaba las cosas que él supiera o no su edad? Así que se la dijo.

—Dieciséis.

—¿Y nunca te han besado…?

Ella se rió, no del tópico sino de su propia respuesta.

—O sea, violado.

Ella estaba frente a él y vio en su cara sobresalto y después diversión y después algo distinto.

—Oh, por lo que más quieras, no me mires así. No soy mala chica.

Él se sonrojó y ella volvió a cruzar la puerta y le tomó de la mano.

—Ven, te enseñaré todo esto.

Le llevó por un largo pasillo flanqueado de espejos a intervalos y le mostró una habitación tras otra. Él admiró las alfombras mullidas, de color pastel, y la discreta mezcla de mobiliario modernista con muebles de época.

—Ésta es mi habitación —dijo ella, manteniendo la puerta abierta para que él la viera—. No mires el desorden, no todo lo he hecho yo, casi todas las chicas se han arreglado aquí.

Para él no había nada fuera de su sitio, la habitación estaba en perfecto orden. La cama, las mesas, la lámpara eran blancas, pero las paredes y la alfombra eran de un verde oscuro y frío.

—Bueno, Jake…, ¿qué te parece, me va bien este cuarto?

—No he visto nunca uno igual, mi hermana no me creería si se lo contara…, pero no me gustan las paredes, si me disculpas que te lo diga…, ese verde… parece tan frío…

Ella pareció perpleja y, sin saber del todo por qué, extendió la mano y tocó la pared al lado de su tocador.

—Tienes razón en lo de las paredes: están frías.

Levantó la vista hacia él y por un momento su cara compuso una expresión tal que él no supo con certeza si iba a reírse o a llorar.

—No quería decir eso. Mierda, ¡no sé muy bien qué quiero decir!

—¿No lo sabes o sólo estamos empleando un eufemismo?

Como no obtuvo respuesta, ella se sentó en el lado de su cama blanca.

—Siéntate aquí y fuma un cigarrillo —dijo ella—. ¿Qué ha sido de tu bebida?

Él se sentó a su lado.

—La he dejado en el mostrador. Aquí detrás se está muy tranquilo, después de todo ese jaleo de ahí delante.

—¿Cuánto tiempo llevas en la marina?

—Ocho meses.

—¿Te gusta?

—No importa mucho si me gusta o no… He visto muchos sitios que de otro modo no habría visto.

—¿Por qué te alistaste, entonces?

—Oh, iban a reclutarme y la marina era más de mi gusto.

—¿Lo es?

—Bueno, te diré, no me acostumbro a este tipo de vida, no me gusta que me mandoneen otros. ¿Y a ti?

En lugar de responder, ella se metió un cigarrillo en la boca. Él le sostuvo la cerilla y ella dejó que su mano rozara la de él. La mano de él temblaba y la luz no era muy firme. Ella inhaló y dijo:

—Quieres besarme, ¿verdad?

Ella le miró atentamente y vio cómo se extendía lentamente el rubor por su cara.

—¿Por qué no lo haces?

—No eres de esa clase de chicas. Me daría miedo besar a una chica como tú. Además, sólo me estás tomando el pelo.

Ella se rió y expulsó una nube de humo hacia el techo.

—Ya basta, lo que dices suena a melodrama barato. De todos modos, ¿qué significa «esa clase de chicas»? Sólo una idea. Que me beses o no es intrascendente. Lo podría explicar, pero ¿para qué? Seguramente acabarás pensando que soy una ninfómana.

—Ni siquiera sé lo que es eso.

—Mierda, a eso me refiero. Eres un hombre, un hombre de verdad, y yo estoy harta de chicos afeminados y débiles como Les. Sólo quería saber qué se siente, eso es todo.

Él se inclinó hacia ella.

—Eres una niña rara —dijo, y ella se le echó en los brazos. Él la besó y deslizó la mano por su hombro y le apretó el pecho.

Ella se volvió y le asestó un empujón violento, y él cayó despatarrado sobre la alfombra verde y fría.

Ella se levantó, se puso a su lado y los dos se miraron de frente.

—Eres una basura —dijo ella. Y le abofeteó en la cara desconcertada.

Abrió la puerta, se detuvo, se alisó el vestido y volvió a la fiesta. Él se quedó sentado en el suelo un momento y luego se levantó y encontró el camino hasta el vestíbulo y entonces se acordó de que se había dejado la gorra en la habitación blanca, pero le dio igual, porque lo único que quería era marcharse de allí.

La anfitriona miró dentro de la sala e hizo una seña a Mildred de que saliera.

—Por el amor de Dios, Mildred, saca a esa gente de aquí; esos marineros, ¿qué se piensan que es esto…, la función para la tropa?

—¿Qué pasa, te estaba molestando ese chico?

—No, no, no es más que un paleto gilipollas que nunca ha visto nada como esto y al que le ha hecho un efecto raro en la sesera. Es sólo un pelmazo insoportable y me duele la cabeza. ¿Quieres sacarlos de aquí, por favor…, a todos?

Ella asintió y la anfitriona desanduvo el pasillo y entró en la habitación de su madre. Estaba tendida en la chaise longue de terciopelo y miraba al Picasso abstracto. Cogió una diminuta almohada de encaje y la apretó contra su cara lo más fuerte que pudo. Iba a dormir allí aquella noche, donde las paredes eran de un rosa pálido y estaban calientes.

 

Fuente: http://www.cuentosinfin.com

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