LITERATURA

¡QUÉ SUERTE PA´LA DESGRACIA…!

 

 

Gino Winter

 

«¡Mátame! ¡Dispara, rosquete, o necesitas ayuda?» le grité en su cara de identikit, luego de coger su mano armada y acercarla a mi cabeza, poniendo el cañón de su revólver sobre mi sien derecha…

 

Había empezado mal el día, con un dolor en el costado que me acompañaba intermitente hacía más de un mes, desde que un explosivo estornudo —justo cuando estaba sentado con el torso girado, mirando hacia atrás, tratando de alcanzar una toalla— me torció una costilla flotante y por poco me la rompe.

 

A pesar de los nubarrones que se estaban formando en el cielo de Homestead, mi nueva «residencia» provisional, decidí salir a caminar, ya que correr no podía, por el dolor del costado, y seguí por la SW 248th calle, hacia el West, alternando entre aceras y caminos de tierra y césped, o pasto, como dicen algunos latinos. Con pasos largos, pero lentos —sin tratar de ser elegante— el dolor no molestaba tanto. Un médico nicaragüense ilegal, que atendía «por la izquierda» —a escondidas— por menos de la mitad de lo que cobran los hospitales más baratos, me había dicho que ese tipo de lesiones se curaban solas, pero que tardaban uno o más meses en hacerlo. Me había dado unas cuantas cápsulas de Naproxen, para la inflamación, y otras tantas de Ibuprofeno, por si la cosa se ponía brava al acostarme.

 

Cruzando por el costado de una artística casa verde oliva, de dos pisos —two stories, como dicen acá— con techo de dos aguas y una linda piscina —que se dejaba ver por entre las rendijas de la verja de madera—  recordé mi antigua casa en La Molina, más parecida, además, por el BMW estacionado en la puerta.

 

¿Qué pasó con todo eso? ¿Dónde fue a parar mi confortable vida de exitoso gerente? o más bien ¡adónde vino a parar!…

Traté de recordar y una serie de hechos fatídicos empezaron a cruzar por mi cabeza rápidamente, como cuando te vas a morir o como en el cuento del borracho sentado en una banca del parque, a quien el policía le pregunta por qué no se va a su casa a descansar y él le responde «es que como todo está dando vueltas, estoy esperando que pase mi casa para ¡zuácate! meterme…». Un par de bocinazos y el sonido de una música estridente, de letra indescifrable y compás de sonsonete, me arrancó de mis pensamientos y pude ver alejarse a esa camioneta de color anaranjado chillón y de llantas enormes, hasta un semáforo alejado la distancia exacta como para seguir escuchando su hip hop maldito, o quizás sería rap, que para mí es lo mismo.

 

Pensé que más bien debería dedicarme a escribir ese tipo de canciones, donde el autor se queja y se queja de su vida lamentable y le echa la culpa al gobierno y a la sociedad de los males que él mismo se generó por abandonar los estudios, no trabajar y meterse a la droga…  Me recuerdan a los políticos latinoamericanos que achacan todos sus problemas al imperialismo yanqui y cuando se reúnen con el presidente de los USA, lo primero que hacen es reclamarle ayuda, como los hijos vagos y sinvergüenzas a sus padres exitosos.

 

Doblé por la SW127th avenida y seguí caminando y cavilando, sin encontrar a quién echarle la culpa de mis desgracias, lo cual acababa con mis  pretensiones de escribir un rap. Siembra y cosecharás, decía el cura; las cosas bien compartidas hacen provecho, decía el Tío Johnny; no guardes, gasta todo lo que tengas ¿O quieres ser el más rico del cementerio? decía Ferrando; todo lo que des, te será retribuido en abundancia, decía el pastor —pensando seguro en el diezmo—, sin contar a los de la nueva era, los reikis, los que hacen yoga y todos aquellos que hablan del karma, el yin y el yang, los horóscopos personalizados y demás cojudeces esotéricas.

Esos tampoco tenían la culpa, la decisión de gastar fue mía. La de ayudar, fue mía. La de soportar, fue mía. Qué iba a imaginar entonces que la misma gente a la que ayudé me traicionaría; que acabada la plata, acabado el amor y la amistad, y pasaría a ser un «ya fuiste» sin derecho a hospedaje ni permanencia, ni en sus casas ni en sus corazones.

 

La gente acostumbrada a que la ayudes no perdona el que hayas perdido todo; no dicen «pobre hombre, todo lo que le ha pasado ¿qué podemos hacer por él?» más bien piensan «este infeliz por sus torpezas ha perdido todo y ya no me da lo que me daba antes ¡entonces me debe! ¡y no hace nada por conseguir para seguirme dando!… ¡me está robando! ¡que se joda! …

 

Rápidamente hice una lista de los segundos responsables de mi tragedia —ya que yo era el primero—, aquellos que con sus maldades contribuyeron a mis desgracias; fueron apareciendo como conejos en el sombrero de un mago; al final tenía el álbum completo, con todas sus figuritas. ¿Debí matarlos, o al menos dejarlos cuadripléjicos o ciegos antes de salir del país? Recuerdo haberlo pensado —conocimiento de la técnica tengo— pero la religión, el karma, los consejos de mamá y mi falta de vocación para el delito lo dejaron todo en la gaveta de stand by.

Otra camioneta rapera pasó por mi costado, más bullera que la anterior y casi me atropella. ¡Debí matarlos! ¡al igual que a estos raperos de mierda! pensé de nuevo, dándome cuenta de la cólera que tenía retenida por años, sin posibilidad de liberarla.

 

Seguí caminando por una zona bucólica… realmente más agrícola que bucólica, pero bucólica me gusta más. Me encontré con un letrero que decía «Redlands Vineyard», por lo que seguí avanzando, creyendo que si se trataba de viñedos, encontraría por allí algunos ricos racimos de uvas para refrescar el estómago, pero, al parecer,  aún no era temporada, porque no encontré más que plantones desprovistos de frutos. No soy de campo, soy más bien burgués, por que me gusta vivir en la ciudad, no de burguesía —mi abuelo decía que sin dinero no hay burguesía—, pero el olor a tierra húmeda —petricor, para los románticos cultos— y el observar las miles o millones de plantas, me relajaron y volví a conectarme con mis recuerdos,  tratando de enfocarme esta vez, más que en mis tragedias, en una manera de salir de ellas…

 

«¡Hey, you!» me gritó un tipo de raza indefinida, casi de mi talla,  que acababa de cruzarse desde la vereda de enfrente y se dirigía hacia mí, apagando de golpe el televisor de mis pensamientos. Me miró de arriba abajo, con cara de pocos amigos, y, con el tono amenazante de su inglés reguetonero, prosiguió:

 

—El juego es así—dijo resuelto—: te voy a dar todo lo que tengo en mis bolsillos y luego tú me darás todo lo que tengas en los tuyos…

 

—Go to hell, fucking idiot! —le dije, mandándolo a la mierda, al mismo tiempo que le daba un tremendo cachetadón, en su horrorosa cara, que lo tumbó al suelo… (debí darle un cabezazo o un recto, o un jub, para dejarlo K.O., pero mi indignación se decidió más rápido por el golpe de mano abierta; como que te desahoga más, lo disfrutas más, hasta su sonido es más refrescante…)

 

El delincuente se revolcaba en el suelo tratando de pararse, mañosamente hacia atrás para que no lo alcanzara a patadas «de una» y de entre sus ropas sacó un revólver negro, viejo, quizás una Colt de detective, calibre 32 o 38, de cañón corto; pude notar las puntas de las balas doradas en el tambor cuando me apuntó.

 

Me paré en seco, con los músculos tensos, dejando la pateadura pendiente. Mi billetera de cuero sintético solo tenía un par de billetes de veinte y unos cuantos «buks» sueltos; mis papeles eran falsos y tenían un nombre falso; debía tener aún, en el pliegue secreto, un condón Trojan, quizás vencido; mi ropa era de diario: un jean desteñido y un polo rojo, imitación Polo y mis zapatillas Adidas Air estaban en proceso de jubilación. Solo me dolía perder mi cronógrafo Swiss Army, recuerdo de la escuela de comandos, pero aún así nada de lo que tenía valía la pena de recibir un balazo.

Fue la indignación y el maldito dolor en las costillas que me comenzó a apuñalar el costado, lo que me hizo reaccionar así:

 

—¿Quieres mi billetera, mi reloj… y qué más, hijo de puta? ¡maldito engendro deforme, malparido! ¿Crees que te la vas a llevar gratis, sin hacer nada, basura!

 

El atónito aprendiz de gangster se paro y me apuntó de cerca a la cabeza, salpicándome unas gotas de la sangre que corría por su boca reventada, al maldecirme…

 

—Cuento hasta tres, fucking Yankee, o me das todo lo que tengas o I shoot you in your head, motherfucker…!

 

Quería matarlo, de verdad, a golpes, convertirlo en un amasijo de trapo con madera, de cuerdas y tendones, de maza y lentejuelas o de cualquier otra huevada de las que se imagina Silvio Rodriguez, pero se me ocurrió que esa escoria de la sociedad podría servir para un fin más noble: en vez de servirme de cabeza de turco y pagar por todos los desgraciados (y desgraciadas) que me jodieron la vida, podría ayudarme a terminar con esta penitencia gratuita en la que se había convertido mi existencia —y de paso con el dolor de mierda de mi costilla—, total, yo estaba solo en el mundo y no tenía la convicción suficiente —los huevos— para despedirme por mi propia mano, además de paso lo jodía —a este desgraciado— porque aunque estábamos en una zona solitaria, semi rural, habían cámaras filmadoras en ciertos postes cercanos, no sé si de tráfico o de los agricultores, pero las había, y al final, el adefesio este la pagaría, como en las series policiales de la tele.

Realmente no sé si pensé todas estas cosas en tan pocos segundos, pero el sentimiento fue el mismo.

 

—¡Mátame! ¡Dispara, rosquete, o necesitas ayuda, maldito cobarde?— le grité en su cara de identikit, luego de coger su mano armada y acercarla a mi cabeza, poniendo el cañón de su revólver sobre mi sien derecha…

 

El delincuente empezó a temblar. Sudaba más que yo, que había caminado más de un par de millas. Retrocedió unos pasos, mirándome con su risita nerviosa, pero haciéndose el canchero, dibujando señales de cruces imaginarias con el arma…

 

—You are a fucking mad man, motherfucker, kill yourself!— fueron sus palabras finales, antes de salir corriendo y escabullirse entre los arbustos de una chacra vecina.

 

Fuente: https://cronicasilegales.blogspot.com

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