LITERATURA

LA HISTORIA FINAL DE PAPÁ

 

 

José Luis Garcés

 

Parece que hubiese sido ayer que papá se levantó de su mecedora y se encaminaba al baño cuando algo lo frenó en seco. Viró a la izquierda y trató de agarrarse a la pared. Pero las uñas no lo sostuvieron y fue cayendo, desplomándose lentamente. Cuando mamá alcanzó a llegar donde él, lo encontró botando sangre por la nariz. Tenía los ojos entreabiertos. El golpe fue fuerte. En la cabeza. Mamá, con ese cuerpo tan grande que podía parecer una barquetona atollada, intentaba levantarlo. Por suerte, yo llegué en el instante preciso en que mamá empezaba a dar gritos. A llamar al vecino. A llamar a Dios. Dios no vino, el vecino sí. No sé quién lo llamó, pero muy pronto llegó un taxi y salimos rumbo a la clínica donde papá fue atendido por cuenta de los Seguros. Mamá gritaba y sus ojos de búho (¿o serán de lechuza?, sí, más bien) estaban rojos. Le dije que se calmara, pero ella no atendió.

En la clínica lo recogieron dos enfermeras y se lo llevaron por un pasillo demasiado largo para mi angustia. No dejaron que ninguno de nosotros lo acompañara. Otra enfermera nos condujo a una sala e hizo que nos sentáramos. Mamá metió la cabeza entre las manos y se dedicó a llorar. De vez en cuando la levantaba y me miraba con unos ojos que expresaban cierto reproche. Mamá tiene unos ojos amenazantes y feos. Yo descifraba sus intenciones, pero me hacía la desentendida. El tiempo pasó, pero yo no alcanzo a medirlo en minutos o en horas. Sabía que estaba transcurriendo. Y cuando su peso se tornó insoportable y vi que mamá seguía llorando con su rostro gordo metido entre las manos, no pude controlarme. Me fastidió tanta lágrima. Tanta sospechosa lágrima.

-Debes serenarte, porque si no lo haces, podemos tener dos enfermos, y entonces sí…

-Cómo me hablas así… Atrevida.

-¿Atrevida yo? Es por tu bien, mamá.

-Nada, déjame morir con él.

La vi chiquitica. Esas palabras no salían de su corazón. Era para que la escucharan los vecinos que ya habían aparecido por arte de magia. No quise contestarle, pues le hubiera dicho todas las verdades que tenía reprimidas. Ella nunca lo quiso. Él le sirvió para salir del atolladero en que la tenían metida la pobreza y las hijas que le había dejado su primer marido. No fue feliz sexualmente con él, ni él con ella. Un día intuí que el viejo era eyaculador precoz, y que ella lo odiaba por eso. Eso sí: él se desvivía por ella. Todo lo que conseguía era para la casa. A cambio, ella le fingía y lo soportaba. Tengo que decir la verdad: creo que nunca le puso un amante.

Papá, como es fácil comprender, sufrió un accidente cerebral. Grave. Estuvo una semana en la clínica. Lo sometieron a toda clase de análisis. Varias escanografías. Lo atendieron tres médicos especialistas. Pero papá no dio signos de mejoría. Debo aceptar que la atención no pudo ser mejor. Los galenos decidieron que debíamos llevárnoslo a la casa. Así, convertido en un mineral, o en un vegetal, para mejor decir, papá consumía su tiempo.

Yo no lo vi, pero mis hermanos aseguran que él lloraba cuando alguno de ellos se le acercaba y le hablaba. Sus ojos paralizados se llenaban de lágrimas, que luego le corrían por los costados. Conmigo no se comportaba así. Yo le agarraba las manos o le decía breves palabras cariñosas. En esa cama había que hacerle de todo, pero de todo, todo. Ustedes se imaginan. En esta situación, mejorando y empeorando, demoró tres años. Más de novecientos días. Qué castigo para mamá, también para nosotros. Sus compañeros de religión le rezaban todos los días. Varios grupos se turnaban. Ellos decían tener fe en que él se recuperaría. Todo fue inútil. Dios no los atendió. O ya tendría señalado su destino, como dijo doña Margarita con la Biblia abierta en el libro de Job. Una tarde papá dejó de respirar. Casi nadie se dio cuenta. Murió sin compañía. Cuando la hermana menor dio el grito de alarma, todos salimos a verlo. No se le movía el pecho. De nada sirvió el espejo en la nariz. Tampoco los masajes en el tórax. Una hora después vino el médico y sólo atinó a decir: “no se preocupen, ya descansó”. “En la viña del Señor”, completó doña Margarita que ya estaba en la cabecera del difunto, siempre lambona, dándoselas de diligente y servicial. Al instante, mamá perdió el conocimiento. Dio un grito y se desvaneció. La llevaron a una butaca y empezaron a echarle menticol. Nada que volvía. La atención, pues, se bifurcó. Unos con papá, otros con mamá. Yo preferí quedarme con el cadáver del viejo. Él fue un hombre auténtico y, sí, estaba muerto de verdad. Lo de mamá podía ser teatro. Deseos de mostrar lo que no se siente, lo que nunca se ha sentido. Ganas de ser atendida para expiar en parte su cuota de culpa. Ella nunca quiso a papá y pierde el conocimiento para no llorar. Cree que las lágrimas son o pueden ser su forma de perdón. Perdón para ella. Que de hoy en adelante tanto lo necesita.

 

Fuente: https://juliosuarezanturi.wordpress.com

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