LITERATURA

EL PUCHERO MISTERIOSO

 

 

Gino Winter

 

Una mala racha impresionante me había dejado otra vez al borde del desalojo y de la inanición, obligándome a aceptar trabajos no muy confiables. No es que yo sea antisemita ni neonazi —es más, en mi país algunos pensaban que yo era del pueblo elegido—, sólo sucede que mi relación con los judíos siempre ha sido un tema cinemático, de velocidades variables: me cobran demasiado rápido y demoran una eternidad para pagarme. El problema es que, a diferencia de las veces anteriores en que me topé con rabinos y jacoibos duros de codo, pero honrados —a uno le decían el Canguro, porque las manos no le llegaban al bolsillo— esta vez me tocó trabajar para Salomón Wainstein, un hebreo que, aparte de comerciante y promotor de eventos, resultó siendo mago, pues el día de pago simplemente dio media vuelta y se esfumó, dejando a este pobre dreamer —y a todo su equipo de indocumentados— con una mano atrás y la otra adelante.

Peiné varias veces —a bordo de mi viejo Volvo— el área de las sinagogas en North Miami Beach, buscando al susodicho escapista, pero, viendo que la aguja del indicador de gasolina empezó a tender a cero, decidí abandonar la búsqueda y partir para Hialeah, a casa de mi amigo Elio Ravina, un simpático argentino —si me permiten el oxímoron— mezcla de tano y gallego, con la esperanza de que me facilitara algunos dólares de los varios que me debía.

Era la cuarta vez que iba a Hialeah; las tres primeras veces me perdí, ya que muchas de las casas tienen dos y hasta tres direcciones —hay varias versiones de por qué ocurre este despropósito, la más arraigada es que fue diseñada por cubanos, sorry— y en esos tiempos no existía GPS, pues sólo lo tenía la CIA y yo apenas contaba con un viejo plano de gasolinera que estaba casi ilegible de tantos dobleces que le habían hecho mis diferentes copilotas.

Ingresé la dirección de Elio en el Google Maps de mi teléfono coreano, rogando que no me enviara al desvío, pues tenía la gasolina justa. El sistema demoró unos dos minutos en responderme, lo cual, tratándose de una dirección de Hialeah, resultó bastante satisfactorio. Accioné el mando de navegación y empecé a recibir las primeras instrucciones: “Storne a la sinistra con direzzione verso la settanta e uno ti aka stritte, luogo prenda i due carrile di la destra per stornare a la destra col direzzione a la nove venti quattro Gratigny Parkaweique…” (Parece que la vícti… digo, el anterior propietario del teléfono, era italiano; yo hasta ahora no sé cómo ponerlo en español o inglés y ya me estoy acostumbrando a la dolce voz de la locutora y hasta imagino que es Mónica Bellucci que me está hablando y como que me contento y luego tengo que recular porque ya me pasé…)

Luego de un par de ajustes de la italiana (“ricalcolando”) pude llegar a la casa de Elio, a quien encontré sin luz, sin agua y sin plata, con el estómago vacío: “A que palo te arrimás, che, por acá la cosa está más dura que sorete de pingüino…”, me dijo, con acento milonguero, “Disculpáme fiera, pero sho lo único que puedo hacer por vos, en este aciago día, es invitarte un puchero misterioso…”

Junté todas las monedas que tenía en la consola y en el cenicero del viejo Volvo, y fuimos a un Seven-Eleven, donde de mala gana me vendieron medio tanque de gasolina. Ya más tranquilo con el combustible y siguiendo las instrucciones esotéricas de Elio, llegamos a un chalet rosado, grande, descolorido, en cuyo interior funcionaba una fonda clandestina sin nombre oficial, a la cual los parroquianos llamaban “El Puchero misterioso”, en virtud a la especialidad de la casa: un plato económico que figuraba en el menú como “sopa variada”, pero debido a su color, sabor y consistencia, y a que nadie sabía que ingredientes llevaba, el platillo era un misterio, que tanto atraía como preocupaba. Doña Fulvia, la dueña, nunca estuvo dispuesta a revelar su secreto: “Verduras y carnes diversas, a la pinareña” decía.

El interior del local era vetusto, pero se suponía limpio y se trataba realmente de una vivienda improvisada en fonda, con mesas y sillas de diferente color y tamaño, algunas con brazos, otras —giratorias— parecían de oficina. Una de las mesas tenía una banca de parque, esas pesadísimas de hierro y madera, con registro y todo. En las paredes había afiches sin marco de la Sonora Matancera, Willy Chirino, Ironman y Miami Sound Machine. En fin, no se podía pedir una decoración más ecléctica. De los baños prefiero no hablar, pues debe de haber algunos más decentes en las prisiones filipinas.

Cruzando el jardín interior, de tierra, con una que otra plantita lúgubre, encontrabas en el fondo una habitación prefabricada donde se había improvisado la cocina, con aire acondicionado portátil. El chef era un negro de casi dos metros de altura y otros dos de panza. Tenía una uña   morada incrustada en su pulgar (tenía un solo pulgar, no recuerdo en cual mano), un machete y un delantal turbio, de color indefinido, que lo hacían lucir como si viniera de asesinar a alguien.

Elio trataba de confortarme señalándome los lindos floreros de plástico con rosas sintéticas, los bellos cubiertos de diferentes tamaños y variados modelos, con inscripciones Lufthansa, KLM, Avianca, Aeropostale, United, etc. y platos, tasas y vasos con logotipos de diferentes hoteles miamenses y caribeños.

Elio se acercó al mostrador de la entrada y solicitó nuestro almuerzo: Dos ‘‘sopas variadas’’, un plato de moros y cristianos (arroz con frijoles), para compartir, y café.

Luego de una corta espera, una linda morena cubana hizo temblar nuestra mesa con el caminao de sus caderas, y, luego de servirnos los platillos, se agachó para poner en una de las patas, una cajetilla vacía de Marlboro, doblada a manera de cuña, para equilibrarla. Las caras de los comensales de las mesas situadas a la espalda de la cubana, dieron fe del magnífico espectá-culo…

El puchero estaba tan caliente que parecía que no había dejado de hervir; tenía un sospechoso color marrón, con visos amarillentos o verdosos… violáceos… la verdad es que nunca he podido describir ese color y por eso decidí mezclar todo con la cuchara, tratando de que no se hundieran los trozos de pan frito de la superficie, porque después no los iba poder encontrar. Aun así su consistencia era variada, pues mi cuchara encontraba zonas de mayor viscosidad que otras, en el mismo plato. Podías encontrar algunos fideos, también eclécticos: un par de farfalle o corbatitas por ahí, un penne o canuto más allá, un fusilli … en fin, (a  Elio le tocaron una R y una N —o quizás era una Z—, dos letras).

—Tenés que soplar la cuchara, si no esta macana no se enfría nunca— me aconsejó Elio, haciendo lo propio.

No soplaba una cuchara desde la vez que, de niño, mi abuelo me tiró un coscorrón por hacerlo, pero la verdad es que el puchero no dejaba de humear, parecía hecho con lava hawaiana viva.

Después de dos o tres quemadas de lengua, pude probar el sabor del bendito puchero, que me pareció una mezcla de menestrón, licuado con sopa de mollejas, quizás con lentejas o garbanzos, kión, no sé; pero a pesar de su apariencia, no se podía decir que supiera mal; era más bien reconfortante y tan contundente que no lo llegué a terminar y de los moros y cristianos solo pude probar un par de cucharadas.

Llegaron los cafés y nadie se inmutó cuando Elio encendió un Gitanes, cigarrillo francés, provisto por la misma azafata venezolana que proveía los cubiertos y la vajilla de la fonda.

Una larga tertulia hizo que repitiéramos el café —estábamos tan llenos que nos daba flojera pararnos— y gran parte de la conversa trató sobre los posibles ingredientes del puchero misterioso y los posibles escondites del tal Wainstein. Por nuestro lado pasaban los otros platillos, especialidades de la casa: Bistec de hígado a la plancha, riñón encebollado, chinchulines, palomilla a caballo, vaca frita, ropa vieja.

—¿Qué fue, asere, ya no se matricula usté con su puchero misterioso?— le gritó un gordito cubano, cuñado de la dueña, desde el mostrador, a un compatriota que recibía su bistec.

—Na na ná, mi socio, hasta la uña psicodélica le pasé por alto al negro ese, pero ya me soplaron quél nunca toma de su menjunje, así que mejó co’tamos po’ lo sano…

Salimos de la fonda como quien regresa a la tercera dimensión. Dejé a Elio en su casa y partí hacia la Palmetto Highway, con dirección a Kendall. Nunca pude cobrar esas dos semanas que trabajé para el escurridizo Wanstein.

Varias veces caí por la fonda, siempre con Elio, y llegué a probar todas sus especialidades; Elio decía que el Puchero misterioso tenía su magia de atracción; yo más bien creo que la de la magia era Raquel, la mesera cubana que ponía las cuñas de cartón para equilibrar las mesas cojas.

Pero la felicidad nunca es eterna, y para mí siempre ha sido efímera; una mañana, desayunando en una bakery cubana de la Miller Plaza, una noticia en los televisores del local hizo que todos los comensales pusiéramos cara de estar chupando limón: Una banda de comercializadores ilegales de órganos humanos, que operaba en la morgue del famoso Mount Sinaí Hospital de Miami, había sido desarticulada por la policía. La banda sustraía restos de hígados, riñones, estómagos, intestinos, fetos y placentas, que estaban destinados a las empresas especializadas en la eliminación higiénica de desechos de las salas de operaciones, y las vendían a un laboratorio de cosméticos clandestino y a un número indeterminado de restaurantes, de los llamados típicos o étnicos. Entre los detenidos estaba el cabecilla, Salomón Wanstein y tres de sus secuaces, uno de los cuales —lo reconocí— era el cuñado de doña Fulvia, la dueña de El Puchero Misterioso.

Fuente: http://suburbano.net

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