LITERATURA

HUMUHUMU-NUKUNUKU-APUA´A…

 

 

Gino Winter

 

Años atrás, todavía en Lima-Perú, saboreaba un exquisito sándwich de chicharrón con fried sweet potato en el Kio’s cuando de pronto escuché, en un comercial televisivo de Fanta, la palabra hawaiana «Humuhumunukunukupua’a». Entonces recordé con nostalgia las vacaciones en Honolulú, en la Isla de O’ahu (gracias al millaje de mi ahora cancelada United Airlines Goldcard), que pasé con Juanjo, un amigo peruano.

Fuimos sin reserva de hotel, así que, al llegar al aeropuerto internacional John Rodgers, buscamos en el área de servicios turísticos algún lugar donde hospedarnos que nos cobrara menos de trescientos dólares la noche. Nada fácil: todo estaba carísimo. De pronto, uno de los agentes de servicio al cliente —un simpático argentino, si me permiten el oxímoron— nos aconsejó tomar uno o dos días que quedaban libres y en remate, entre periodos de hospedaje de treinta o más días que tomaban personas con mayor capacidad económica en los mejores hoteles «Resorts» de la isla. Y así fue como pasamos la primera semana mudándonos cada uno o dos días de habitación —y hasta de hotel—, lo cual nos ahorró doscientos dólares diarios pero a mí me dejó medio paranoico.

 

Cuando ya nos estábamos cansando de hacer la de gitanos, conseguimos una habitación por menos de cien dólares, incluyendo desayuno con fruta, muffins, pastelitos, panes y el extraordinario café gourmet Kona, humeante y disponible en dieciséis sabores, entre ellos mi favorito: tostado con nueces de Macadamia. Fue en el hotel Diamond Head, cerca del volcán apagado del mismo nombre. De hecho estaba subvencionado, pues el ingreso estaba restringido a los participantes de un torneo internacional de Bodyboarding, por lo cual tuvimos que presentarnos en el counter como grandes exponentes peruanos de dicho deporte —más bien «tuve», ya que Juanjo, con su inglés incompleto del ICPNA, no entendía nada—. Cuando le dije que, para ahorrarnos unos dólares, a partir de ese momento seríamos surfers expertos en correr olas, me miró como cuando su secretaria le dijo que creía que estaba embarazada…

 

Las counter hostess nos preguntaron por nuestras tablas y tuve que decir que llegarían en otro vuelo. Inmediatamente, dos amables japonesitas pusieron a nuestra disposición sendas Morey Bodyboard, wetsuits y aletas, y nos indicaron el camino hacia la terraza del hotel, que estaba metida en el mar, al final de Waikiki Beach, donde los participantes de diferentes países estaban jugando peligrosamente con las olas a manera de entrenamiento. Yo nunca me había subido a uno de aquellos trastos y mi compatriota apenas podía hacer «el perrito cojo», y había dejado de hacer el «muertito» porque una vez casi le sale de verdad.

La japonesitas, además, nos dieron los tickets de entrada para Pipeline Beach, la playa de la próxima competencia, que, a diferencia de Waikiki, no tenía olas sino tsunamis. Juanjo estaba más pálido que culo de monja, pero pudimos sacarles la vuelta a las anfitrionas y enrumbar hacia una linda playita nudista al lado del hotel, en donde más que las bellezas turgentes de las islas resaltaban unas viejas señoronas que estaban «peluconas» y tenían las tetas como cuando un carterista toscón te mete la mano al bolsillo y al robar su contenido te deja el forro hacia afuera.

 

Mi compadre Juanjo se negó a ingresar, esgrimiendo su extraña formación agnosticopusdeica, y me llevó de facto hacia una playa continua, igual de espectacular, en donde tendimos nuestras finas toallas Dolce and Gamarra. Mientras Juanjo estudiaba su voluminoso tomo de Macroeconomía del Post Grado de la Universidad del Pacífico, yo me entretenía echándome bronceador y mirando las tangas internacionales que pululaban entre las parrillas, duchas y las orillas de la playa. Mis dotes de observador hicieron que me percatase de que la playa estaba llena, exclusivamente, de parejas del mismo sexo (femeninas y masculinas, pero con truco), por lo cual hice un esfuerzo por no reírme y le dije a Juanjo (en son de broma) que mejor se alejara un poquito de mi lado, porque en esa playa gay a la que me había llevado se estaba corriendo la voz de que éramos pareja y —señalando a unos turistas con cámaras filmadoras— que había periodistas filmando un noticiero que quizá se vería en el Perú. Juanjo se tragó la historia completa y se paró de un salto poniendo ojos de lechuza psicodélica, se cubrió las tetillas con la toalla, agarró sus libros y salió despavorido hacia la avenida Kalakaua. Terminamos en la playa del Hilton Hotel, con un rico Mauna Loa en la mano, viendo desde un chaise long cómo filmaban un capítulo más de Bay Watch Hawaii con todas las mamacitas que salían por la TV, incluyendo Brooke Burns y Stacy Kamano en vivo y en directo (sufran), al compás de un ukelele; es decir, el paraíso en medio del mar más bello e inmenso.

 

Luego de recorrer durante doce días en el bus-tranvía los tres circuitos de la isla, museos, playas y centros comerciales, y de unas visitas obligadas a Pearl Harbor y a la hermosa isla de Maui, con paseo en avión, en Harley-Davidson y en submarino, terminamos en el Centro Cultural Polinesio, donde luego de apreciar las danzas y costumbres de las diferentes islas de la Melanesia, la Micronesia, y barrios afines, tomarnos fotos con las mejores bailarinas de hula-hula de la isla de Tonga y saborear un riquísimo Luau, entramos a una especie de callejón en donde un luchador autóctono hawaiano de dos metros de altura y más de doscientos kilos de peso —sin contar la lanza— nos enseñó, junto con un grupo de turistas, todo lo que se podía hacer con los cocos: combustible, fuego, leche, masa comestible, ropa, y la popular «agüita de coco».

 

Al terminar, nos enseñó la foto de un pez exótico y explicó que era algo así como la mascota oficial del Aloha State (así le dicen los gringos a Hawaii) y animal sagrado para los hawaianos; luego se atravesó en la puerta y dijo que repetiría tres veces el nombre nativo del bendito Rhinecanthus rectangulus (nombre científico del vulgarmente conocido como Trigger fish o Picasso fish), y que quien no se lo aprendiera y lo pronunciara correctamente en perfecto hawaiano no podría salir del corral ese, y al que se quedaba al último se lo chifaba… Nunca olvidaré ese triste espectáculo de cincuenta personas repitiendo asustadas y con extraña voz de misionero anglicano: Humuhumu-nukunuku-apua’a… humuhumu-nukunuku-apua’a… humuhumu-nukunuku-apua’a…

 

Fuente: https://cronicasilegales.blogspot.com/

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