LITERATURA

150 DE MORTADELA (PARTE I)

 

 

Hernán Casciari

 

En estas diez historias breves hay un payaso depresivo, dos jóvenes amantes previsores, una lagartija prodigiosa, una niña australiana que viaja hacia el filicidio, un portugués con problemas gástricos y morales, un gordito que calca mapas por placer, tres parejas de heterosexuales aburridos, un perro descaderado y roto, un pelirrojo vengativo y una almacenera desilusionada.

I.

Jorge Golondrina era un payaso alcohólico y depresivo que trabajaba desde hacía años en el mismo circo roñoso. Una noche, después de una resaca, decidió matarse en medio de la función del sábado. La idea del suicidio lo sedujo por dos razones: un poco porque siempre había fantaseado con convertirse en mito, y otro poco para vengarse de su jefe Mendizábal, que había decidido despedirlo al acabar la temporada porque el circo se iba a pique. Cuando le tocó el turno de salir a escena, Jorge Golondrina hizo las piruetas de siempre, se cayó y se levantó, recitó los mismos cuatro chistes gastados y al final, inesperadamente, se colgó en público. Murió enseguida. A la platea juvenil le provocó tanta risa el pataleo final del suicida, el estertor del payaso, que Mendizábal incorporó la rutina del ahorcado en la siguiente función (claro que con otro payaso) y se hizo rico.

II.

Los dos tendrían que morirse tarde o temprano. Primero uno y después el otro, o a la vez (por ejemplo en un accidente de avión). Los dos tenían un pasado que contarse y que comprender sin imágenes, sólo a través de palabras y de sobreentendidos. Ambos deberían construir un futuro ingobernable. Y presentarse a sus mundos. Y quedar con amigos a cenar. Y hablarse por teléfono desde el trabajo, para combinar en qué esquina, a qué hora, y qué película. Uno de los dos se cansaría primero, uno de los dos mentiría primero, uno de los dos caería en la tentación antes que el otro. Alguien sería el primero en levantar la voz. Alguno se enojaría por primera vez y alguien, antes o después, encontraría más defectos que virtudes en su pareja. Fue por esto, y no por incompatibilidad de caracteres, que no se llamaron después del fin de semana.

III.

Una lagartija ibérica que, por un extraño capricho de la naturaleza, había nacido con entendimiento humano, vivió mucho tiempo a la vera de un río. A los dos años comprendió que la tierra giraba sobre su propio eje y supo diferenciar la noche del día, el verano del invierno y los insectos dípteros de los homópteros. A los tres años ya sabía reflexionar, multiplicar enteros y cazar invertebrados con la lengua. A los cuatro años comprendía el idioma latín, y dejó de llamarse a sí misma lagartija; se refería a ella como lacerta hispanica. Promediando su edad, ya casi anciana, descubrió por fin a un pescador a la vera del río y, fascinada por el hallazgo, comenzó a escribirle un mensaje con la cola sobre la arena mojada. Cuando el hombre le cortó la cabeza con la pala, la lagartija había escrito solamente dos palabras y parte de una tercera.

IV.

Cuando cumplí ocho años, mamá y papá me llevaron a Brisbane, en Queensland, para matarme. El viaje duró toda una noche y parte del día. Papá hizo un descanso en Gold Coast, creo, o en Byron Bay, para desayunar. Bajaron ellos; a mí me dejaron en el coche. Llegamos a Brisbane a media mañana, pero no entramos a la ciudad. Papá tomó un desvío, una calle de tierra rojiza cercana al oleoducto de Moonie. A mamá se le escapó un sollozo cuando el coche se detuvo, y papá la miró brutalmente. “No quiero un melodrama “, le dijo. Yo no conocía esa palabra, pero intuí que significaba baño de sangre, como si en esa frase le dijera que, en vez de acuchillarme, lo mejor sería asfixiarme con una manta. Todavía me recorre un temblor en todo el cuerpo cuando escucho por la radio, o por la televisión, la palabra melodrama.

V.

Cada vez que Nuno Gonzáles se tiraba pedos nocturnos, a la mañana siguiente moría una jovencita virgen del pueblo. Como Vinhais eran veinte casas, y muy pocas las mozas casaderas, el alcalde le tenía prohibidísimo a Nuno cenar picante, con legumbre, con alubia roja, o beber agua con bicarbonato. Y aunque a Nuno Gonzales le preocupaba mucho mantener equilibrada la demografía de Vinhais, tenía debilidad por los huevos rellenos de atún y mayonesa. Los compraba clandestinos en una aldea vecina, los llevaba a su casa escondidos en las botas, los devoraba de a seis, con culpa, a la madrugada se tiraba unos pedos estridentes en la cama y después metía la cabeza debajo de la cobija para olerlos. Por la mañana se vestía de negro riguroso y era el primero en llegar al funeral de la jovencita muerta del día. Lo hacía silbando un foxtrot, para despistar a las autoridades.

VI.

Cuando llegaba el verano calcaba mapas toda la tarde. Compraba hojas transparentes y dos plumines. Me gustaba el sur de Chile, Israel, los países nórdicos y las islas del Japón. Pero había un país imposible, alucinante, que era mi preferido: el Mediterráneo. Me gustaba calcarlo al revés: en vez de pintarlo de azul por dentro, lo pintaba de azul por fuera, como si en realidad se tratara una isla, y España y Francia y África fuesen mares que lo bañaran. El Mediterráneo era un país habitado por los mediterreños, con leyes propias y sus provincias. España era su mar del norte, y África su océano del sur. Su flor nacional era el marisco y el himno se parecía a la sirena de los barcos. Después empezaban las clases y otra vez me aplazaban en geografía. Pero eso no es lo malo. Lo malo es que los demás chicos me manoseaban.

VII.

Para jugar al Progree son necesarias al menos tres parejas heterosexuales, un living con alfombra y licores. El objetivo del juego consiste en seducir a la mayor cantidad de personas del sexo opuesto utilizando la crítica de discos, el roce intelectual, la complicidad referente a datos bizarros de la infancia o cualquier recurso que no implique contacto físico directo. En el Progree se denomina «cornudo» al jugador cuya pareja resulte más enamoradiza, y «calientapija» a la participante con mayor capacidad de seducción. El jugador que tenga un «cornudo» sentado a su derecha puede pedirle a cualquiera que toque la guitarra. Sólo tiene la posibilidad de negarse una «calientapija» o un jugador pelirrojo (como las reglas son irlandesas, en Hispanoamérica también vale rubiecito). La pareja que, sumados sus puntos, menor seducción provoque, debe bajar a comprar helado Hagen-Daaz. Gana el juego el primer jugador que ponga un disco de bossa nova.

VIII.

Un perro puede estar rengo, ronco, ciego, hambriento, descaderado, sordo, encandilado, roto, puede sacar la lengua porque está cansado e inventarse otra para lamerse; puede ser un hotel lleno de parásitos, puede llorar, aullar, desconsolarse, saberse animal y doméstico, puede no tener dios a su perruna imagen y semejanza, ni virgen maría; ni saber la hora, ni saber el año, ni saber si el frío está afuera o en sus huesos, ni saber si aquello que lo pateó es el diablo; puede entender catorce palabras de hombre, y entender que un año para él son siete años y que la muerte llega así más pronto; un perro puede estar mal, horriblemente mal, a punto de morirse, pero igual —si lo llamás con ganas— agarra y viene y te arma fiesta y te mueve la cola y se te queda al lado, por las dudas de que vos estés más triste.

IX.

Amada mía: soy Panizza, el pelirrojo que vive a la vuelta de tu casa, el hijo del que arregla televisores. Soy el que ayer, a las dieciocho, te preguntó por la calle si no querrías ser mi novia. Vos ibas con la rubia a la que llaman Condorito y con una gorda que desconozco. Se rieron de mí, me señalaron con mofa, me hicieron fuckyou con los dedos y siguieron camino. No me molestó la burla de tus escoltas, pero sí la tuya. Inmediatamente nació en mí la sed de venganza: primero sopesé la idea de estudiar frenéticamente, triunfar, hacerme rico y famoso para que, al verme alguna vez en los diarios, te arrepintieras de haberme rechazado, pero enseguida comprendí que es mucho más práctico, más fácil y más contundente arrojarse de cabeza desde el puente de Luján. Ahora, que estoy muerto, a ver quién se ríe último, amada mía.

X.

Era un muy buen muchacho, rubio, calladito, que venía siempre a comprar a la noche. Mi marido y yo no somos mucho de dar conversación a esa hora, porque el almacén está que revienta: la gente se acuerda de que le falta algo siempre a última hora. Pero él siempre tenía una palabra amable, nunca parecía apurado. Compraba solamente mortadela, eso sí: ciento cincuenta de mortadela, pedía, y se quedaba mirando la máquina de cortar fiambre. A lo último ni siquiera pedía. ¿Lo de siempre, rubio?, le preguntaba yo. Y él me hacía que sí con la cabeza. Decir que yo no tengo hija, agente, que sinó los emparejaba. Mire qué error hubiera cometido… Pero pasa que era el típico chico que una quiere para yerno. Educadito, buenmozo, con don de gente. Yo no me hubiera imaginado nunca que pudiera ser un violador ese muchacho. ¡Si tenía las uñas impecables!

 

Cada uno de estos cuentos (y los que vendrán) caben en ciento cincuenta palabras.

 

Fuente: http://editorialorsai.com

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