LITERATURA

EL BAILE DE LOS QUE SOBRAN…

 

 

Gino Winter

 

Llegué por enésima vez al Aeropuerto Internacional de Miami, pero esta vez un inesperado comité de recepción, compuesto por policías de migraciones de origen latino, me esperaba. Tenían una lista con mi nombre y el de otros muchos galifardos que, como yo, somos habitués, consuetudinarios, «caseritos» de los aeropuertos de este país.

Nos separaron como en La Lista de Schindler, y nos condujeron a una salita que tenía tres ventanillas de atención con sus respectivos agentes malcriados y teatreros, jugando al policía malo, con poses de interrogador psicológico de las películas clase B de los años veinte… En fin, diría que estaban haciendo el más completo ridículo si no fuera porque la mayoría de latinos que me acompañaban confesaron, en menos de lo que se persigna un cura loco, que sus intenciones eran trabajar aquí unos meses y hasta quedarse para siempre en este nuevo valley of tears…

 

Me tocó el turno y fui inmediatamente conminado por una pareja de policías que trabajaban en estéreo: uno era blanco con aspecto de balsero cubano y el otro un african-american (un negro, ¡tanta vaina!) que más parecía merenguero dominicano en inglés. Me preguntaban, ambos a la vez, subiendo el volumen, sobre qué hacía allí, a qué había ido, etc. Si a uno le respondía en forma afirmativa, el otro recogía mi respuesta para su pregunta que aún no había contestado y empezaba a achacarme una serie de acusaciones contra las leyes de inmigración, la constitución USA, la tuta enmienda no sé qué número, la muerte de Kennedy y la fellatio de Clinton… Yo los miraba con los mismos ojos que puse cuando mi secretaria me dijo que estaba embarazada y luego entré en el mismo nivel de ondas gamma que cuando recordé que ya me había hecho antes la vasectomía, es decir, mientras estos pobres agentes de aduana sudaban y se agitaban como strippers rengos, yo estaba en una especie de Nirvana, más sereno que Michael Corleone cuando le dijo a su mujer que él no era El Padrino…

 

Les pregunté por qué me trataban tan mal o más bien «intentaban» tratarme tan mal y me respondieron que todos los culpables se quejaban de lo mismo… Y así durante más de media hora fui contestando estupidez y media acerca de mi origen, mi vocación de escritor, mi nueva novela (y la única), mi retiro del mundo financiero, mi familia poderosa perseguida por el nuevo gobierno, mi abuelo bombero y mi tía paracaidista, en fin, hasta les aposté que mis antepasados tenían más años en los Estados Unidos (ver registros del Mayflower) que los Pedreros y que los Ortega, que es así como se apellidaban los huachafos estos, que se juraban anglosajones sin mirarse antes al espejo. Parece que les dolió en su torcido amor propio, pues me retaron a que les enseñe todo lo que traía en mi billetera. Les dije que no tenía por qué hacerlo sin un fiscal al lado, pero que igual se la daba para que vieran que estaban perdiendo su «valioso» tiempo conmigo.

 

Encontraron unos cuantos dólares y mis tres tarjetas platinum de diferentes bancos y mi vieja licencia de manejo de Florida. Me dijeron que esos eran síntomas de que tenía cuentas en USA, por lo tanto estaba residiendo y trabajando ahí (es todo lo que pudieron colegir con su IQ de policía uniformado: hace poco un postulante a policía enjuició a la institución por haberlo rechazado «por ser demasiado inteligente para la profesión»)…

Felices, sudorosos y con mirada de «ya te jodí» me escoltaron hasta otro salón más grande y más custodiado, en donde casi cien extranjeros de las más remotas nacionalidades (no sé qué hacían hasta británicos allí) se mataban demostrando que sólo eran turistas de paso. Me tuvieron detenido varias horas, interrogándome cada cierto tiempo diferentes agentes con los mismos resultados, inclusive les dije que si encontraban alguna cuenta a mi nombre en cualquier lugar de USA, les regalaba el saldo o lo donaba a la Escuela de Agentes de Migraciones. Me entretuve examinando rostros extraños y practicando mi esforzado inglés con australianos, escoceses y algunos asiáticos, e intercambié algunas frases en italiano con dos lindas napolitanas de media tonelada cada una.
Cuando pedí ir al baño, me facilitaron uno que tenía un cepo y argollas para los grilletes; no sé si sólo sería escenografía, pero a los que entraron conmigo se les suspendió el flujo…

Ya cansado y mortificado por la larga espera, aunque entretenido por esta nueva rutina de entrevistas y por la variada fauna que se movía a mi alrededor (entre ellas, algunas bellezas europeas más hermosas que la Polinesia) entrelacé mis manos y le pedí a Dios, con todo respeto por supuesto, que se buscara otro Job porque lo que es yo, paciencia, lo que se dice paciencia, nunca tuve y que por favor me permitiera ver a mis hijos que se estaban disecando en la sala de espera del aeropuerto, seguramente preocupados por mí.

Esa fue una de las pocas veces que realmente sentí que Dios me escuchaba, porque no bien terminé mi inconexa oración, fui llamado a una oficina en donde el jefe de turno y dos nuevos y extremadamente amables agentes, me pidieron disculpas en dos idiomas, me dieron la bienvenida a los Estados Unidos de Norteamérica, me escoltaron hasta la salida y me devolvieron mis tarjetas platinum sin siquiera preguntarme por qué andaba con tarjetas vencidas y anuladas en la billetera…

 

Fuente: https://cronicasilegales.blogspot.com

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