LITERATURA

LOS IMPACIENTES

 

 

Gonzalo Garcés

 

1

Desde un segundo o tercer piso, en un lugar como éste, las cosas no tienen remedio, está pensando Mila, con una vaga sonrisa; apoyada la cabeza contra el vidrio sucio, el sol caliente en la cara y la vibración de la avenida allá abajo imprimiéndose en su frente. Desde un segundo piso la gente parece todavía gente: se ven hasta sus caras, casi puede verse lo que están pensando; pero ya no es posible defenderse. Los puños se aflojan, la panza se cree un poco más segura; uno los detesta y no puede ni hacerles frente ni olvidarlos. Los ojos de Mila se mueven solos, buscando. Piensa sin emoción, como si recitara un salmo. Tiene un mechón de pelo muy oscuro sobre el ojo; no deja de sonreír levemente, pero no lo sabe. Esa buena mujer, piensa; esa señora que ya llega a gorda, que sin embargo no ha dejado de mover las imponentes nalgas: oh incipiente Montgolfier, oh futura gran ballena de América, delicia de mi alma, ningún hombre está mirándote, es inútil que cogotees y que atisbes, que sin darte cuenta como siempre arquees la espalda, que te ajustes la blusa para marcarte las tetas. Y lo raro es que yo te veo y te desprecio, y sin embargo sos vos la que lleva la mejor parte. En todo eso hay un orden, piensa: algo malévolo pero fuerte, poderosamente organizado, ya que en el fondo el mundo parece siempre de acuerdo consigo mismo; sólo yo soy desorden, sólo yo estoy en desacuerdo, y hasta francamente en contra mía. Ese gallardo mancebo junto al semáforo, en cambio: dieciocho años tan enfundados en cuero, tan bien alimentado con cereales por su madre, mi niño, usted será rey y las mujeres se matarán por recibir sus miradas y su esperma, tome esta tortilla para el camino y píseme al salir, por qué no, pero es acaso razón para meterte así el dedo en la nariz, limpiándote en el pantalón de paso, santo Dios si yo entendiera, si algo de esto me fuera comprensible y ese que espera del otro lado, impactante: traje cruzado, anteojos oscuros asomando del bolsillo, calvicie moderada y ganas de hacer echar del partido a ese pesado que viene pisándole todos los proyectos, mañana hay que ir a visitar una villa miseria, acordarse de sonreír más, ya le dijeron que en la tele se lo veía muy serio, y ahora mira a la izquierda al cruzar ¿la viste, entonces? la vio, yo también, saco cruzado mira a la ninfa, a la sublime Louise Brooks de la esquina, que se sabe bien hecha y por qué no, todos sabemos que tenés esa boca como una flor y esas rodillas, no es necesario que te mires otra vez en la vitrina, ni que te alises la falda, aunque nos gustaría claro que ese asqueroso no te mirase, que no nos diese una infinita y casi insoportable vergüenza, y la triste verdad es que yo también pienso lo mismo que él, hermana, tengo algo de él, también sé que no hay nada en tu cabeza, que no podré hablarte de la flor de Coleridge ni querré hacerlo pero me gustaría mordisquearte un poco y echarte después y soy odiosa, sí, no soy mejor que nadie y ni siquiera sé qué soy realmente: desde un segundo piso las cosas no tienen remedio, y quizás desde otro sitio, algún piso más arriba, alguien me mire; y lo sepa.

 

2

Mila separa la frente del vidrio, toma el pasillo con un suspiro. «¿Soy yo realmente quien piensa estas cosas?» Y agregó que esa pregunta absurda se estaba convirtiendo, no sin peligro, en su lema. Le dolía la cabeza, y tenía la impresión lastimosa de pensar por reflejo, llevada sólo por el peso muerto de la propia identidad y de la falta de sueño. La luz polvorienta del sol entraba a raudales por la ventana; el reloj del edificio de enfrente estaba por dar las once. Bostezó; empezaba a sentir la ligera náusea de costumbre. Nunca había dejado de avergonzarla un poco venir a este sitio: respetable consultorio en un segundo piso de la avenida Las Heras al que, como todos los viernes, había llegado con un ligero adelanto. Pagar por tratar de sus sueños y recuerdos: había pensado dejarlo muchas veces, en los últimos meses, pero seguía viniendo. Cosa que habla, como siempre, de mi notable firmeza de carácter. Me, mon cher Marc!

— ¿Matilde? Soy yo, Mila Sivelich.

Con estas ojeras de la noche en vela; con la cara sin pintar y la disciplina fascista que me lleva a iniciar de tan gracioso modo lo que podría revelarse como un día intenso: así comienza mi jornada, señores. En un diván de analista, para qué ocultarlo. Les presento a la intrépida Mila: alias Gertrude la Indomable. En versión lampiña. Y no puedo evitar una punzada de tristeza, pensando en lo que me imaginaba haciendo a los veinte años, cuando tenía quince: duras jornadas de trabajo intenso. Clavada a una máquina de escribir, produciendo grandes obras, fuerte y austera: sin temores.

Esa misma párvula, aún diáfana, los pechos todavía firmes (si bien no por mucho tiempo, pues éste, al igual que sus bromas y sus talas, no es secreto para esta notable joven), esa misma Mila, en fin, entró en la consulta con paso firme. Las frescas plantas de la ventana sonreían y cantaban; el mullido sillón de cuero negro aportó debidamente su ilusión de lujo. Y la templada voz de la doctora Matilde Acevedo, detrás de los gruesos lentes, se preparó para el ejercicio de la noble ciencia. Una cara apropiada para un buen veterinario, me dije, con algo balcánico en su lustrosa y confiable indiferencia: mejillas como de fruta modelada en cera y ojos de vieja lechuza. Siempre me he preguntado qué aspecto tendrá la doctora por la mañana, al levantarse, con la cara desnuda; pero no quiero interferir con su trabajo más de lo que ya lo hago.

— ¿Qué es lo que le sugiere esto, Mila?

— ¿Mi padre? Ya se lo dije, nada. No hay forma de enfocarlo; a veces dudo que haya existido de veras. Como el aterrizaje del Apolo en la luna. Usted sabe. De todos modos seguiré tratando por mi cuenta.

—Desde luego. La escucho, entonces.

—Quiero hablar de otra cosa. Ayer por la noche tuve un encuentro: un amigo de hace años, Keller. Hablamos toda la noche, hasta hoy a la madrugada, y bebimos, y algo enorme sucedió. Tuvimos un contacto como no he tenido nunca. Quiero decir que hablamos incluso de cosas que, en fin, hablamos, eso es todo. Tal vez demasiado. Usted dirá que también lo hago con usted, y yo estaré de acuerdo. Pero esto es algo que no puedo explicar. Incluso es posible que me haya enamorado. Y a usted ¿cómo le va? ¿Bien?

— ¿Cómo se siente ahora respecto de esto?

—Un poco sucia. El pelo sobre todo; es que su ducha no funciona. Hicimos el amor y no estoy disgustada. Ni furiosa. Tuve algo de miedo y luego sensaciones raras. Y esto puede interpretarlo como un superlativo. Tal vez no hasta escuchar las trompetas de Jericó, pero quién soy yo para quejarme. Ya es algo saber que no se es sordo. Pero fue distinto de los otros porque a él, no sé por qué, pude hablarle. No, de nada en particular, ¿por qué lo pregunta? De cosas, de muchas cosas. Y después fue muy delicado, casi como una mujer. Y huele bien. Hasta en rincones improbables. Se lo garantizo. Es posible que nos veamos de nuevo muy pronto.

—La espero el martes próximo, Mila. Quisiera sugerirle que se abra más la próxima vez, en particular sobre sus recuerdos. No podemos llegar a algo serio sin eso.

Mila se retiró por el largo pasillo gris del purgatorio. Alegre y deprimida al mismo tiempo: salir de una sesión con la Acevedo siempre merecía un pequeño brindis. Y para ser sincera, tenía ganas de llamar a Keller. Una pequeña bola roja latiendo secretamente en su estómago: esto es el amor, qué absurdo, esta ridícula luz, tierna boca mía. Tus ojos, Keller, traslúcidos bajo las ramas, y la historia como tendré que contarla a mi turno, si algún día aprendo a contar las cosas. Diré: yo llevaba conmigo esta euforia y este miedo, desde que nos habíamos separado; yo intentaba a toda prisa hacer un hueco en mi mente, capaz de contener la incalculable novedad de tu presencia. Pero ¿lo hice realmente? ¿Lo hice entonces? ¿Por qué sentía siempre que estaba estafando a la doctora Acevedo? ¿Era porque le daba tan poco, apenas una parodia de mí misma y de mis palabras, adaptada a los usos de la consulta? Una vez, al principio del análisis, pensé lo contrario: es decir, que de algún modo la mujer se aprovechaba de mí. Oh secular banda de charlatanes marxistas freudianos masones abortistas. Y encima mujer. Andá a lavar los platos. No me atreví a decírselo, pero me prometí estudiarla de cerca, y llegué a componer un diagnóstico de variadas patologías de la doctora Acevedo. Para castigarme, después, de esto, colaboré con ella como una alumna aplicada. A veces, sin embargo, ensayaba otros juegos: una vez me pasé la sesión entera frotándome la nariz a intervalos regulares, sin dejar de mirarla significativamente, y reteniendo la risa cada vez que la doctora, sin notarlo en absoluto, se limpiaba instintivamente la suya. Esa sí que es astucia, Frau Sivelich. Y a pesar de mi formidable astucia, persistí: era mi problema, después de todo, si las personas me parecían eternamente rodeadas de púas, frágiles y peligrosas al mismo tiempo. Rapaces. Y si mi estrategia para defenderme del mundo seguía siendo ésta, por demás hábil, de pagar a un analista e impedirle hacer su trabajo. Y sobre todo, si, una vez más, había intentado hablar de lo único que importaba, de qué me había traído a ese lugar, lo único que había estado intentando decir desde la primera vez: y había fracasado, de nuevo, estrepitosamente. Y ahora callate, Mila, ¿me oís?: callate. Hace veinticuatro horas que te condolés de tu destino. Hace veinte años que soporto tus quejas. Veinte años y un día, Mila; me parece que ahora basta.

 

Fuente: http://www.bn.gov.ar

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