LITERATURA

EL NIÑO QUE TENÍA QUE MORIR

 

 

Quim Monzó

 

Vivía en La Diagonal, cerca Entenza y en la acera de mar. Yo tenía diez años, y él, quizás ocho. Era delgado, de aspecto pálido y quebradizo. Su padre era médico y a su mujer le decía siempre “No te preocupes, ya verás cómo lo curo. Te juro que lo curaré”. Y es verdad que se dedicaba a ello: se pasaba horas y horas todos los días, buscando en libros de medicina referencias a la enfermedad de su hijo, y escribía cartas a especialistas de todo el mundo para encontrar una solución.

Yo era el hijo de la costurera y, a veces, cuando no tenía escuela porque estábamos de vacaciones, para no quedarme solo en casa mi madre me llevaba con ella. Cada día iba a coser a casa de una señora diferente. A mi me parecía bien eso de ir a las casas de las señoras mientras me dejasen un montón de revistas para leer. En casa no había revistas- ni una- y en cambio las señoras para las que mi madre cosía tenían montañas. Revistas con mucho texto y muchas fotografías, en blanco y negro y algunas incluso en colores, unos colores desvaídos, fruto de la tecnología de la época. Además de revistas, en algunas casas también había Coca Cola, que era un producto que a mí me parecía de lujo. En casa no lo había visto nunca. Algún día había visto, en uno de aquellos pisos- de un dentista en la Gran Vía -, cómo el chico del colmado llegaba con una carretilla llena de cajas. Cada tarde que iba, la señora me preguntaba si apetecía una Coca Cola y yo le decía siempre que no. Ella insistía, sorprendida de que no quisiese, pero yo me ratificaba en lo dicho, aunque por dentro me muriese de ganas por tomar una.

Los jueves, mi madre cosía siempre en casa de la señora y el marido médico que tenían a su hijo enfermo. Me hacían pasar a la habitación del niño y ahí jugábamos. Al niño no lo había visto nunca fuera de la habitación. Nunca en el comedor, o en la sala. Cuando yo llegaba, él estaba en la cama, en pijama. Siempre iba en pijama. Tenía muchos pijamas. Pijamas de rayas rojas y blancas, azules y blancas, azules del todo, grises con ribetes blancos. Quizás era tan pálido porque no le daba nunca la luz del sol. A las cuatro y media nos traían la merienda en una bandeja con patas. Merienda para los dos. Leche y galletas. Lo mismo que le traían a él me lo traían a mí.

Me fascinaba que no fuese nunca a la escuela, que la enfermedad fuese tan grave que le permitiese poder quedarse siempre en casa y ahorrarse clases, profesores, compañeros y bromas estúpidas. Era un niño amable y educado, muy diferente de las fieras que poblaban los pupitres de mi escuela. Que el niño fuese tan delicado me permitía deducir que moriría antes de hacerse mayor, aunque nadie lo dijese en voz alta y la señora le explicase a mi madre que su marido le decía siempre “te juro que lo curaré”. Mi madre me explicaba que el niño no jugaba nunca con otros niños porque no tenía hermanos ni primos, ni tampoco amigos (porque no salía de casa) ni compañeros de escuela (porque no iba a la escuela). Por todo eso, cuando llegábamos al suntuoso portal de la casa, antes de llamar a mi madre me decía que me portara bien con el niño, pobre. Ese “pobre” era otro indicio de que debía estar muy mal.

Jugaba con él y me portaba bien, entre otras cosas porque yo siempre me portaba bien con todo el mundo, sin que tuviesen que decírmelo. La habitación del niño tenía una pared entera ocupada por una estantería llena de juegos de mesa y de juguetes, desde el techo hasta el suelo y de un lado a otro. Ahí estaban todos los juegos y los juguetes ante los que me había embelesado en los escaparates de las tiendas, y que no tendría nunca. De todos modos, el que más me gustaba era un juego de baloncesto, con una pista de plástico y cartón de algo así como un metro de largo y con un montón de palancas que, convenientemente accionadas cuando la pelota caía en uno de los diez agujeros que había permitía encestar. En la tapa de la caja había un dibujo en color con tres jugadores de baloncesto disputándose una pelota; era una caja preciosa. Jugábamos a menudo, y no porque yo lo impusiese sino también porque era uno de los juegos que él prefería.

Yo, en general, era bastante ladrón. Cuando iba con mi madre al mercado volvía siempre con los bolsillos llenos de cosas: cucharillas que cogía de los puestos de cacharrería que había fuera, alguna taza, soldados y carros de basura de plástico, y tebeos que escondía bajo el jersey. De otras casas a las que acompañaba a mi madre me llevaba vasitos con marcas de refrescos franceses y dibujos grabados al fuego y figuritas, e imitaciones – supongo- de lámparas romanas. De la casa del niño no me llevaba nunca nada. Y habría sido muy fácil. Evidentemente, no podía llevarme la caja del juego de baloncesto ni la de los juegos reunidos, ni el pequeño billar que tenía, pero sí canicas o juegos de cartas, o esos cuadrados cubiertos de plástico transparente y con unos laberintos desde donde se podía maniobrar diversas bolas. Me habría podido llevar diversos juguetes de esos y, con el montón que había, nunca se hubiese dado cuenta. Pero no me llevaba ninguno porque sabía que en un día no muy lejano el niño moriría y, al no tener hermanos ni primos, ¿a quién darían, si no todos, al menos uno de aquellos juguetes? No descartaba en absoluto la posibilidad de que fuese a mí, porque le había hecho compañía y había jugado con él todas aquellas tardes en que mi madre iba a coser.

Un jueves de invierno que yo estaba en la escuela, mi madre fue a la casa y no le abrió la puerta la señora, como siempre, sino la hermana. Que le dijo:

 

-No creo que hoy mi hermana esté para costuras.

 

Cuando salí de la escuela y volví a casa, en vez de encontrarme el piso vacío, como era habitual, me encontré a mi madre que me explicó que el niño se había muerto. Me puse en estado de alerta, Aquel día no, porque la muerte debía de haberlos conmocionado bastante, pero pronto- la semana siguiente, o la otra, quizás- le dirían a mi madre que tenían unos juguetes para mí. Quizás me los harían llegar o ir a mí mismo por ellos. Quizás, el jueves siguiente mi madre volvería de la casa con un hato con dos o tres juguetes y uno de ellos sería el juego de baloncesto. Seguro. El de baloncesto era el juego que más habíamos jugado, y ellos lo sabían.

El jueves siguiente, tras salir de la escuela, cuando llegué a casa y vi que mi madre no estaba- y eso quería decir que volvía a ir a coser, como antes que muriese el niño-, la esperé con tanta inquietud que, cuando regresó, yo estaba en el pasillo, muy ansioso. Y sorprendido de ver que llegaba sin ningún hato, con las manos vacías. Porque sabía que me reñiría por ser tan egoísta, me callé. Mamá me explicó que la madre y el padre del niño estaban muy tristes, cosa lógica, pero de los juguetes, que era lo que me importaba, nada. Le pregunté por la habitación del niño, qué harían, si la mantendrían tal cual. Me miró sorprendida. Por un momento temí que sospechara el motivo de mi interés, pero luego la sorpresa desapareció de su cara y me dijo que no sabía qué harían. Y, como veía que con esa respuesta tan vaga  yo no tenía lo suficiente, me dijo que quizás durante un tiempo la mantendrían tal cual, como hacen los padres cuando se les muere  un hijo. Aunque no duerma nadie, mantienen la cama tal como estaba, sin tocar nada del armario, ni las fotos de las paredes; convierten la habitación en un santuario. “Está todo igual como cuando él estaba”, dicen, porque sólo tienen esa habitación para asir el recuerdo del hijo. Pero en este caso que convirtiesen la habitación en un santuario era, para mí, una noticia terrible, porque dejarían todos los juguetes en la estantería: “tal como estaban cuando él vivía”. Pero ¿qué sentido tienen los juguetes en la estantería de un niño muerto? El ansia me roía por dentro. Los juguetes son para que los niños jueguen, y, si el niño que era su dueño se muere, lo que los padres deben hacer es regalarlos a otros niños y, en primer lugar, a aquellos que en vida le hicieron compañía. Si quieren, que guarden las cajas vacías para que la apariencia sea la misma, pero los juguetes no pintan nada en la habitación de un niño muerto, que ya nunca más podrá jugar con ellos.

Durante unos cuántos jueves continué esperando con ansiedad la llegada de mi madre, porque no perdía la esperanza de que los padres del niño decidiesen que convertir la habitación en un santuario no era bueno para ellos mismos, que lo mejor era olvidar todo de una vez y empezar una vida nueva y, si no podían o no querían cambiar de piso, al menos cambiar la decoración de las habitaciones, como mínimo la del hijo, para no verla tal cual estaba cuando él vivía.

Pero fueron pasando las semanas y los meses. No sé qué hicieron con los juguetes, pero el caso es que de mí no se acordaron. Me parecía una afrenta ¿No era yo, tal como decían, el único niño que jugaba con él? Llegué a la conclusión de que eran unos desagradecidos, que me habían halagado cuando les interesaba que le hiciese compañía a su hijo y ahora, que ya no era de ninguna utilidad, se olvidaban de mí. Si hubiesen primos, hermanos o amigos, entendía que no me regalasen ningún juguete, pero, al no haberlos, estaba clarísimo que preferían que los juguetes envejecieran en la estantería a dármelos a mí y hacerme inmensamente feliz, el niño más feliz del mundo, y por todo eso llegué a la conclusión de que tenían bien merecido que se les hubiese muerto el hijo.

 

Fuente: http://elbuenlibrero.com/

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