LITERATURA

LOS MATA-MAGIA

 

 

Hernán Casciari

 

Cuando yo sea Gobernador lo primero que voy a prohibir es que investigue el porqué de las cosas raras que no le hacen mal a nadie. Como por ejemplo el déjà vu y las cadenas postales. ¿Por qué tuve que saber la explicación científica de esos milagros de mi infancia? ¡Si yo era más feliz cuando pensaba que había algo, un nosequé, flotando en el universo!

 

La primera vez que me pasó un milagro fue en la piecita de arriba. Yo tendría siete años. Miré un poster que tenía la punta despegada, me subí a la cama para pegarlo y en ese momento, ¡zácate!, me vino a la memoria que alguna vez, en otra vida, me había subido a una cama para pegar un poster.

 

—¡A la pipeta! —dije en voz alta, y me quedé congelado, pestañeando rapidito.

 

La emoción fue indescriptible, como arañar la verdad secreta de la vida, como si por fin me hubiera pasado algo serio, profundamente humano. Y siguió siendo un lujo cada vez que me agarraban los déjà vu. Además no se lo contaba a nadie, un poco por egoísmo, y otro poco por miedo a que mi mamá, que me creía un superdotado por cosas mucho menos increíbles que ésa, quisiera llevarme a la radio.

 

Por eso me dio por las pelotas, pero mucho, el día que leí en la sala de espera de la peluquería una revista del Readers Digest que daba la versión oficial: decía que todo era un cortocircuito del cerebro o algo así. Que la corriente paraba y cuando volvía, largaba patinando. Una boludez grande como una casa, pero firmada por la Universidad de Yale. Yo tenía once años, y ese día dejé de ser un niño.

 

Sigo sin entender por qué se ponen a investigar esas cosas. ¡El déjà vu no le hizo mal a nadie, señores de la ciencia! No es una enfermedad, no es una pandemia, no es algo contagioso como la lepra o el peronismo. Está bien, tiene el problema ése de los acentos raros. ¿Pero sólo por eso, por la dificultad de un tilde, había que matarlo? ¿Qué hay que hacer entonces con los apellidos checoslovacos, otro holocausto hay que hacer?

 

A los trece años me pasó otra vez algo parecido. Descubro en el zaguán de casa la primera carta de toda mi vida, con mi nombre y mi apellido engalanados por la palabra “señor”. La abro con el corazón en un puño y leo:

 

“Copia esta Oración del Santo Sacramento nueve veces en letra de imprenta y envíasela a nueve amigos por correo certificado”.

 

Al dorso de la oración (que era larguísima) venía lo más emocionante: te explicaban lo que les había pasado a las personas que no habían hecho caso. ¡Eran unas maldades buenísimas, las mejores desgracias que escuché nunca!

 

Es el día de hoy que no me puedo olvidar del pobre John Saldívar, de Denver (Colorado) quien, creyendo a esta cadena una broma de mal gusto, no sólo no cumplió con los reenvíos sino que la botó al retrete.

 

Qué miedo más grande me daba esa frase… Yo no tenía la más puta idea de lo que significaba “botó al retrete”, pero me parecía terrible que John Saldívar hubiera hecho semejante barbaridad. Además, lo que le pasó a este hombre fue escalofriante: dos días más tarde del asunto del retrete, John fue despedido de su empleo, una semana después su esposa lo abandonó por alguien más joven y al mes, más o menos, murió arrollado por un carro. ¡Qué hijos de puta, cómo te convencían!

 

La carta también te contaban el orto que habían tenido los que sí habían cumplido el mandato, pero eso ya no era tan divertido (después me pasó algo similar con la “Divina Comedia”: el cielo del Dante también era aburrido, como todas las cosas buenas que le pasan a los demás cuando las comparás con las cosas malas que pueden pasarles).

 

Me acuerdo que me puse enseguida a copiar las nueve cartas y a pensar en los amigos que elegiría para mandárselas. Iba por la tercera copia —con la mejor caligrafía de mi vida— y entonces va y me descubre la señorita Alba, que era la maestra de Lengua, y me dice que al colegio se viene a estudiar, Casciari. Yo, que en la primaria era obediente, metí las hojas adentro de una carpeta y no protesté. Ella también podría haberse callado la boca y seguir explicando los verbos, pero no. La imbécil aprovechó para informar a la clase que aquello de las cadenas postales era un tongo del Correo para que los incautos gastaran en estampillas.

 

¡Por qué! ¿Con qué necesidad hay que bajar de un hondazo las ilusiones de un chico, señorita Alba? ¿A usted qué le importa si el correo gana o pierde, quién es usted, señorita, Franco Macri? ¿Y usted qué sabe, director de la Revista Selecciones, si yo quería saber la versión científica del déjà vu? ¿Con qué derecho se investigan y se publican estas cosas?

 

Los científicos deberían tener prohibido meterse en asuntos que no sean claramente beneficiosos para la Humanidad. Que se dejen de joder buscándole la quinta pata a los fantasmas, al I-Ching y a la luz mala. Que se detengan en el afán de buscarle un autor al ajedrez, que está clarísimo que venía con el Mundo. ¡Dejen vivir, señores de la ciencia! ¿Por qué carajo no se ponen las pilas y descubren, de una vez por todas, la pastilla para no tener que bañarse? Eso sí que es útil y hace años que la estamos esperando.

 

Fuente: http://editorialorsai.com/

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