DE TODO UN POCO

LA JUANA CHICA

Víctor Cáceres Lara

Don Abdón era ampliamente conocido en el pueblo de Los Robles, uno de esos lugares como hay tantos en nuestra patria, con plenitud de música y de trinos, con henchidura fragancia de pinares, con aflautado murmurar de brisas y rezongo apagado de torrentes al estrellar su linfa contra el filo de las piedras. Durante toda su vida había mostrado siempre la serena virtud que en su carácter austero’y cabal habían inculcado sus mayores. Blanco, con extraña blancura de europeas reminiscencias, llegaba todos los domingos a la iglesia para oír la misa, y blanco de su traje y de su alma regresaba a su hato de los alrededores, sin armar rueda de tragos con los amigos de que disponía en abundancia y sin mezclarse en los corrillos que ellos formaban para lanzar a la circulación los dimes y diretes del pueblo.

— ¡Buenos días, don Abdón!—le decían picarescamente las muchachas interesadas en su soltería.

Él les contestaba con voz desinteresada e indiferente, a pesar de los opimos encantos que las zagalas rozagantes escondían en sus cuerpos frutales de aldeanas adolescentes.

Nadie Supo nunca en el pueblo que don Abdón tuviera algún amorío o alguna pasión, de esas pasiones que son capaces de sorber el seso al hombre y de hacerlo que cometa rosarios de disparates. Para él la vida consistía en meterle tupido a los trabajos de campo: en sacarles el jugo a las pocas vaquitas que le había dejado vivas el tigre y en llevar sus productos al mercado de la ciudad para guardar a todo sacrificio los centavos que obtuviera de la venta.

Muchas mujeres del pueblo, conociendo • el excelente «partido» que representaba, habían querido ponerle la trampa para hacerlo caer. Pero él se había evadido con mafia certera y con malicias de maestro en el arte de vivir. Una tecina de un pueblo indígena le preparaba los alimentos, y así pasaba, dejándose ir cuesta abajo ajena a los vicios y los placeres de los demás hombres, engolfando tan sólo en su deber y en su profunda fe cristiana de la cual daba muestras de obediencia, su respeto y su veneración para el sacerdote del pueblo…

Por estas circunstancias hubo sensación en toda la comunidad, cuando un domingo el padre leyó las primeras amonestaciones de don Abdón y Juana Francisca Quinteros, una muchacha que inmediatamente fue reconocida como de la aldea de La Estanzuela, lugar distante seis leguas de Los Robles a quien el año anterior habían visto en este último lugar durante las fiestas del Apóstol Santiago, el 25 de julio. A la salida del templo, todos los vecinos asediaron a don Abdón.

— ¿Con que muy escondida se tenía la maturranga, no?

— ¡Y nosotros que pensábamos que si se resolvía a dar la caída sería con una de las del pueblo!…

El matrimonio de don Abdón y Juana Francisca fue acontecimiento que hizo historia en la vida apacible y serena del pueblo. Todos bailaron, bebieron, comieron y gozaron que fue un contento, y al filo de la medianoche cuando el alcohol bailaba zarabandas en los cerebros aldeanos, varios corvos salieron a relucir con instintos homicidas. Los soldados de la rural, con todo y que eran los más bolos, estuvieron prestos a poner paz y sosiego, utilizando su argumento infalible de los planazos administrados con el colling.

Para los novios, la noche era hasta transparente y las estrellas incendiaban toda la bóveda del cielo, haciendo nacer ensueños recónditos en el alma, la música de los acordeones y las guitarras estaba a tono con la dulce melodía que les brotaba del corazón, y les sonaba a epitalamio la suave cadencia de las aguas del arroyó que se arrastraban como pidiendo silencio a la naturaleza, ante los sagrados ritos que se oficiaban en el altar de Eros…

El cambio que se operó en la vida de don Abdón fue súbito. Nadie se explicaba qué encendidos regocijos hicieron erupción desde la arcilla de su alma. Nadie pudo explicarse cómo aquel varón sereno, reposado, parco y sobrio, se volvió conversador, chucano y hasta amigo de empinar el codo en las tardes armoniosas de los domingos, mientras en rueda de amigos veían que el sol se ocultaba rodeado de un incendio soberbio y arrobador. Se percibía a las claras que el amor iluminaba al solterón con su lámpara de maravilla y que la dicha, haciéndole cosquillas en el alma, le aligeraba la lengua y lo hacía comunicativo y saleroso.

—Aja, don Abdón, y ¿qué tal le ha ido—le preguntaba más de algún vecino.

— ¡Perfectamente! ¡Perfectamente! La Juana Chica es un contento pa cocinar. ¡No se imagina el sabor que le da a las «tortillas» cuando las redondeya «con el cariño de sus manos»!

— ¿Y las milpas cómo caminan, don Abdón?

— ¡Ay, amigo! ¡El maizal está que se viene al suelo de guapo! ¡Esta Juana Chica — ¿sabe usted? me ha «traído» la macolla ‘e la buena suerte! ¡Imagínese tantito que sólo le dije que me le pasara las manos por encimita al maíz de la siembra y la milpa hasta puja de rolliza y de prometedora! ¡Y no crea que esto es todo, este año no han habido ni zanates ni chequeques y de seguro que también se irán muy al diablo los mapaches y los tepezcuintles!… Y como alguien observara que todos lo veían gordo, rozagante y hasta parrandero, don Abdón decía con una risa jocunda que se le extendía desde una oreja a la otra:

— ¡Es que la Juana Chica me cuida como si fuera el Cura!… ¡Me hace buenos fritangos en el desayuno; me da chilate, a las once me ofrece las mejores cosas en el almuerzo y en la cena y por la noche es tan tibia y tan suave que parece que con ella se hubiera metido el verano!… ¡Ah!… ¡Y lo que es para aquellos cuentos… la Juana Chica es mejor que una maquinaria!…

Y feliz el enamorado marido, daba todas las señas y detalles de su cara mitad. Se volvía prolijo puntualizando las circunstancias más íntimas, describiendo las maneras de amar de su esposa, las mil habilidades culinarias que poseía, las bendiciones que sobre el ganado había hecho caer desde el momento en que tuvo que entenderse con las vacas y los terneritos, en fin todo lo que tenía relación con su nueva vida pletórica de sencilla y noble felicidad.

Juana Francisca era en realidad atractiva. Morena la tez y negro, negrísimo el cabello, exhibía unas formas castizamente arrebatadoras, y dejaba traslucir, al verle la carnosidad húmeda de los labios, la promesa de las más ardientes caricias y de los besos dados con furia, con furia y con voracidad de incendio. Su andar era casi una proclama revolucionaria por los anhelos y las ansias que hacía nacer en quienes la veían, y más de algún mocetón, si no hubiera sido por el respeto que le inspiraba el marido, se hubiera sentido con los impulsos necesarios para tumbarla uno de tantos días en que ella llegaba hasta el río para producir también tentación en los inmaculados y cristalinos espejos del agua.

Todos en el pueblo se desvivían en las fiestas del sábado por bailar con la Juana Chica. Cuando danzaba se unía tanto al compañero, que éste sentía sobre el pecho la doble presión de los senos redondos y cálidos, y en la cara, el aliento agitado de un cuerpo que tenía dentro de sí mucho de volcánico y de tormentoso. Al día siguiente, muy de mañana, la Juana Chica pasaba muy humilde, con dirección a la iglesia y luego regresaba más humilde aún, menos provocativa, más sosegada…

Don Abdón no bailaba. Permanecía siempre junto con sus compadres y amigos de la misma edad suya haciendo el elogio de las grandes cualidades de su esposa:

— ¡Vean, señores!, la Juana Chica tiene unas piernas que… ¡Para qué se los

vaya decir! ¡Hay que vérselas para convencerse!

Y ante el asombro boquiabierto de alguno de los asistentes, continuaba:

— ¡Aquí, ve— y se señalaba el punto —aquí tiene la Juana Chica un hermoso

lunar como no lo tiene ninguna mujer….!

Luego bajaba la voz, para darle misterio al asunto:

— ¿Saben qué le dijo el cura el otro día?

— ¡Aja! ¿Qué le dijo?

— ¡Que él ya no quería confesarla porque lo abrasaba con las palabras cuando le comunicaba sus pecados!

Todos en el pueblo empezaron a reírse del buenazo de don Abdón. Ya era familiar en todo sitio su plática destinada a levantar un monumento de elogios para la gracia sin igual de la Juana Chica, y todo el mundo se acostumbró a ver en el nuevo hogar la mansión de la dicha y la armonía, sobre todo cuando él, enloquecido de júbilo, empezó a contar que su esposa padecía de mareos, que había manifestado algunos antojos y que todo hacía suponer que se hallaba interesante.

Por esos mismos días el padre cura, un mocetón que a la legua denunciaba la vivacidad de su temperamento se trasladó a otro pueblo dejando un vacío difícil de llenar. Decían todos que era un excelente confesor y que sus exhortaciones, sus consejos y hasta sus exorcismos constituían la mejor defensa contra las mil acechanzas del pecado y mañosas tentaciones del maligno. Todos recordaron que a Bartola él le sacó del cuerpo los malos espíritus y que desde entonces no había vuelto tener aquellas convulsiones y aquellos estremecimientos que antes la atormentaban…

Un varoncito llegó por fin al despertar de un día de mayo y cuando don Abdón se enloquecía contando que era su copia exacta, sus amigos más íntimos, los que más lo estimaban, sentían, quizá por inspiración diabólica, que les bailoteaba delante de los ojos el vivito retrato del Padre Adrián.

Fuente: http://www.hondurasensusmanos.com/

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