NOCHE
Leila Guenther
Despertó de madrugada, no aterrada, sino confusa. Algo la había tocado en la oscuridad y tuvo miedo. Al lado, su marido dormía tranquilo, el rostro ahogado en la almohada, muy distante de ella. Lo pudo confirmar cuando extendió el brazo casi por completo para tocarlo. Él no se movió, su sueño era profundo, contrario al de ella. Se enderezó, lamentando haber dormido con los dos ojos cerrados, amenazada, a merced de aquello que la había tocado. En vano procuró reconciliarse con el sueño, no debía dormir, debía ser infalible; si fallara, apenas un instante de descuido y sucedería lo irremediable. Los ojos abiertos en la oscuridad, tan acostumbrados que veían entre las tinieblas, casi como los de un ciego que percibe todo sin ver (pero los ciegos estaban a salvo). Entonces se levantó —no necesitaba calcular la dimensión del espacio por donde se movería, conocía exactamente el lugar que la rodeaba— y se puso a recorrer la casa, silenciosa, buscando los vestigios de su inquietud. Fue hasta la puerta que daba a la calle, y se cercioró, rozando la perilla, de que estaba bien cerrada. Entró en los demás cuartos para verificar las ventanas. Cerradas. Vacilante, a un paso del desequilibrio, notó que esa noche, sus dientes, que rechinaban y se cerraban, y que usualmente resguardaban las puertas de su cuerpo, la traicionaron. Ni siquiera podía confiar en sí misma, en las paredes, en las puertas y ventanas, en la boca que se entreabría, ni en los ojos que se cerraban por completo contra su voluntad. Resignada, volvió a su cuarto a través del camino ensombrecido por la noche. Cuando entró en el lugar de donde había salido, notó que de él brotaba un hálito caliente, vivo. Se acostó en la cama, intentando dormir, tenía los ojos fijos en la cálida negrura.
Fuente: https://fundaciontem.org/