REFLEXIONES

LAS TRAMPAS DE LA MEMORIA

 

 

Dacio Medrano

 

Todo el mundo da por sentado que la gente habla muchas tonterías. Asumimos que la cultura de nuestro país, de nuestra ciudad y la de nuestro círculo de amigos y conocidos (especialmente ese círculo) no es más que un cúmulo de clichés y lugares comunes que no significan realmente nada. Que los recuerdos, los rumores y los inventos se amontonan como una masa amorfa que pasa de generación en generación, y cada quien, cuando le llega su turno, repite las cosas que todo el mundo dice y ha dicho durante años.

 

La sabiduría popular nos parece cursi y supersticiosa, perteneciente a una época caduca que no tiene nada que ver con la nuestra. Ese sentimiento de desdén e incredulidad hacia las cosas de la vida que la gente comparte en situaciones cotidianas, como la cola de un banco, una carrera en un taxi o unas arepas de madrugada, es especialmente fuerte cuando uno es joven. La juventud cree que la experiencia no tiene nada que enseñarle y que la gente habla demasiado.

 

Hay algo de cierto en esto, no es necesario esforzarse demasiado para reconocer que el mundo está saturado de estupideces y de palabras manoseadas y desgastadas. Pero el mayor cliché de todos es creer que no hay algo de verdad en esa sabiduría popular. La edad, que muchas veces es sinónimo de los golpes y de las pruebas que se le ocurren a la vida, te demuestra que detrás de las tonterías recicladas hay grandes verdades que son algo así como el patrimonio del sufrimiento compartido. Entonces cada generación, al parecer irremediablemente, vuelve a comprobarlo todo equivocándose por hacer lo que le da la gana.

 

La ironía, o más bien el chiste cruel, es el tiempo que uno tarda en comprender que quizás NADA vuelva a estar a la altura de aquel viaje a Morrocoy, de las cervezas en el mirador o de los domingos de fútbol con tu viejo, de los chistes internos que sólo tú y otra persona pueden entender, ni del baño en el mar a las seis de la tarde. Tampoco de la canción que define a una persona o a una etapa de tu vida, del gol en el minuto noventa, de un abrazo de tu mamá, de la risa de tus amigos, de una mirada, una despedida, una casualidad o una sorpresa…Y entonces entiendes que la felicidad se parece a eso, a una sucesión de momentos que en la memoria se diluyen en la nostalgia del pasado. De lo que fue y de lo que pudo haber sido.

 

En parte, la clave de la vida pasa por el reconocimiento de esto. De esa verdad fundamental que subyace en la simplicidad de las cosas: la conciencia del tiempo y el descubrimiento de que la vida es lo que es y no lo que uno quiere.

 

Vivir es difícil. Diariamente nos vemos obligados a luchar e improvisar para enfrentar lo que aparece en el camino. Esto nos coloca en desventaja, casi siempre a destiempo. Por eso sabemos qué hacer cuando ya todo ha terminado. Por eso lo que define al presente es la añoranza de algo que no hemos conseguido o de lo que perdimos en algún lugar del recorrido, y miramos hacia atrás escarbando en un pasado transformado en visiones y fantasmas que ya no pueden decirnos nada.

 

La cantidad de minutos y segundos, aunque desmesurada, no es infinita. La vida es hoy, es cada instante, aunque parezca trivial y desechable. En la cotidianidad comienzan a construirse los grandes momentos, aquellos capaces de definirnos. Debemos redescubrir en cada paso el poder de los sueños y del destino. Asumir la responsabilidad, elevarse hasta la altura del reto y hacer un poco de aquello para lo que hemos sido hechos. No des nada por sentado, el tiempo no regresa.

 

Fuente: http://www.inspirulina.com

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