DE TODO UN POCO

LA FIGURA

Enrique Jaramillo Levy

Los inválidos, los deformes, nos turban espiritualmente porque son la prefiguración de una de nuestras posibilidades:

Salvador Elizondo,

en Cuaderno de Escritura.

Estuvo pendiente, de una manera casi visceral, del repiqueteo leve de la lluvia sobre el vidrio, hasta que la figura de Alma adquirió una textura tan real que hubiese podido extender la mano y palparla, como si en lugar de ser una alucinación, ella estuviera realmente allí, de pie frente a su silla de ruedas, al igual que otras noches de lluvia, mirándolo fumar distraídamente su pipa.

El cabello negro de la muchacha despedía siempre un nítido olor a violetas que él aspiraba, fingiendo una indiferencia que estaba muy lejos de sentir a pesar de su esfuerzo por no cambiar la dirección de la mirada, fija en los goterones que escurrían por el cristal. El sonido peculiar de esa lluvia interminable de los trópicos lograba amplificarse entonces de tal forma en su cerebro a fuerza de concentración, que las palabras que Alma pronunciaba por distraerlo un poco no llegaban a ser más que vagos murmullos.

Y no obstante esa actitud suya, ella insistía en quedarse acompañándolo hasta que lo vencía el sueño y dejaba de oír la lluvia y las palabras con la cabeza doblada sobre el pecho. En seguida, evocaba las veces que corría alegremente tras Alma en una playa solitaria, hasta que le daba alcance y caía jadeante sobre aquella risa que estallaba contagiándolo. Pero escenas como ésa no duraban, porque de pronto un grupo de estudiantes de la edad de Alma se la arrancan de los brazos y comienzan a patearlo en el suelo, gritándole viejo sátiro. Al despertar lleno de angustia ya ella se había marchado.

Enrique tenía ahora la impresión de oír otra vez su voz a través del chocar intermitente del agua contra ese cristal empañado, que no le dejaba ver el jardín que Alma atendía antes con tanto esmero cuando él quedó inválido por la enfermedad. La sensación de aquella presencia se hizo más rotunda cuando dejó de estar atento a la lluvia y comprobó que dentro de su cabeza se estaban articulando, efectivamente, palabras ajenas a su voluntad, y que a pocos metros de la silla de ruedas, una silueta, que él había ubicado sólo en su imaginación, comenzaba a materializarse.

“Te dije una vez que siempre estaría aquí para cuidarte”, comprendió que decía la voz en su cerebro. “Fue un accidente. No tuviste la culpa”.

Cuando Alma era un cuerpo hermoso, del que no quedaba parte alguna por explorar, no había tenido jamás la realidad obsesiva de esta figura que ahora le permitía ver, con una claridad que perdiera horas atrás el vidrio, las cosas que permanecían al fondo del cuarto. Así pudo distinguir, directamente detrás de la silueta, la mecedora donde él solía balancearse con Alma sentada en sus rodillas, complaciente. Y viendo cómo cumplía ahora la promesa de estar siempre a su lado, tuvo ganas de hacer girar las ruedas hasta quedar junto a ella y decirle: “Siéntate como antes en mis piernas, chiquilla mía!”

No lo hizo porque Alma estaba muerta y él pensaba que esa presencia no era más que otra señal de su demoledora tristeza. Entonces escuchó nuevamente, como si fuera la confirmación deseada, una coherencia de palabras que cobraron significación inmediata en su cabeza: “Estoy contigo, Enrique… No lo estás imaginando”.

El olor a violetas se intensificó en seguida y Enrique no pudo resistir la tentación de tratar de palpar aquella figura que no dejaba que sus ojos se detuvieran en ella. Si Alma estaba allí, si había vuelto asegurándole que él no tuvo la culpa, sólo podía ser porque la pobre ignoraba realmente la fuerza asesina que los celos lograron engendrar en su ánimo, después de verse condenado a una invalidez permanente. No le bastó después con los cuidados de la muchacha, con las noches de lluvia que permaneció a su lado. El sabía que por las tardes se iba de paseo al campo con chicos de su edad, que las faldas cortas y las blusas apretadas ya no eran para él. Y por eso la había hecho rodar por las escaleras en un momento de ira, por eso se acercaba ahora a esta presencia, que milagrosamente regresaba a él para cuidarlo. Tenía que decirle la verdad, pedirle perdón abrazado a su cintura. Ya no soportaba más la culpa.

Por más que dirigía la silla hacia la figura de Alma, no alcanzaba a disminuir los pocos metros que lo habían separado de ella desde el principio. Aunque no percibía ya palabras articulándose en el cerebro, continuaba recibiendo el fuerte olor a violetas que provenía de aquel cabello negro que era lo único conciso en el rielar incansable de la silueta.

Quiso acabar con las dudas que otra vez aguijoneaban su empeño y, para probarse que no estaba imaginando cosas, aceleró súbitamente el movimiento de sus manos sobre las ruedas en un afanoso intento de apresar la aparición antes de que se esfumara.

Penetró en la oscuridad y allí quedó, frenético en su silla, dando vueltas y más vueltas con los brazos extendidos.

Fuente: http://bdigital.binal.ac.pa/

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