LITERATURA

LA ÚLTIMA BATALLA DEL HIDALGO

 

 

Enrique Patiño

 

Estaba enfermo. Tenía las manos resquebrajadas y opacas como las tierras de su infancia. Cuando no tosía, que era casi todo el día, gesticulaba con ademanes volátiles y repetitivos, como aspas en el viento. Sus ojos permanecían derrotados, perdidos en un punto ciego. La única otra vez que había vivido un desasosiego similar al de ahora fue cuando se quedó esperando que le llegara el correo para irse a América. Jamás obtuvo el aval. Esta vez el tormento era mucho peor y el mal, definitivo.

Sus facciones se habían tornado puntiagudas debido a la enfermedad y su cuerpo había adquirido la delgadez de una lanza en las extremidades, pero se había hinchado en el centro a causa de una horrorosa hidropesía provocada por una diabetes. El pecho le pesaba para respirar, y más cuando tosía; era como si tuviera una adarga encima, decía. Nadie le prestaba atención esos últimos días de abril de 1616. Lo habían dejado solo a merced del desgaste y de su suerte. Incluso el cura Martínez lo había dado por muerto casi una semana antes y le había aplicado ya los santos óleos. Salvo su esposa, nadie se le acercaba: aún en ese estado parecía peligrosa y excesiva su locura. El doctor había ido un mes atrás y había salido azuzado por los gritos excesivos del enfermo, que lo tildó de impostor y de querer robarle su alma.

Cerca de su lecho no había más que sábanas viejas y sudorosas, un candil endeble, una pluma que había quedado sin tinta desde cuando le escribió al Conde de Lemos para pedirle una última ayuda, una silla, su ropa en un perchero y un recipiente de barro con agua quieta. Sabía ya que lo enterrarían en cualquier fosa común del Convento de las Trinitarias de Madrid y que moriría sin ver a su hijastra Isabel.

El 22 de abril se resignó a que ya no podría seguir batallando. Tomó uno de los ejemplares de la primera parte de su libro que reposaban junto a la cama, lo abrió con dificultad y buscó con afán hasta que por fin halló la página.

Repasó, en silencio primero, y luego en un susurro, los pasajes del hidalgo que combatía un ejército de molinos. Leyó pasajes de ese caballero que embestía con fiereza a los energúmenos del viento. Estaba escrito. O sea que todo aquello sí era cierto.

Sudaba. Las fiebres habían alcanzado un punto sin retorno. Gimió por un dolor súbito en el vientre y por la estrechez de los pulmones. Sintió el primer embate de la muerte. Su hidalgo, su héroe, el loco, continuaba luchando en las hojas, y él lo sabía aunque no lo leyera más. Él lo podía salvar, pensó.

Cerró las páginas y se aferró el pecho. Preso por el delirio, don Miguel comenzó a recitar en un susurro un pasaje del libro maldito que no le había traído mayor fama: Yace aquí el hidalgo fuerte / que a tanto extremo llegó / de valiente, que se advierte /  que la muerte no triunfó / de su vida con su muerte”.

“Me pesan esta enjalme y esta adarga que me han puesto sobre el pecho”, susurró, y se dejó poseer una vez más por su personaje real, el que estaba escrito, el auténtico Miguel. Lo dejó ser en medio de los zarpazos de su memoria. Invadido por las fiebres, recorrió las amarillentas praderas de las provincias centrales y le dio alas para que embistiera con furia a la terrible cordura.

Cervantes, en su último rapto de lucidez, gritó “a por ellos” y por unos segundos no fue él mismo, fue el otro, el verdadero, levantado en vilo por los molinos y el viento.

 

Fuente: https://juliosuarezanturi.wordpress.com

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