HISTORIAS

AHORA SÍ       

   

 

Diana Marina Gamarnik

 

Era obvio que el velatorio de mi abuela Sara no era el mejor lugar para enterarme de algunos secretos de mi familia, pero ya se sabe, el destino juega cartas muy extrañas con nosotros.
El ánimo imperante iba y venía desde la pena hasta el alivio, mi abuela había estado muy enferma durante muchos años y todos sabíamos de su deseo de morirse. Yo siempre había creído que su tristeza provenía de su larga enfermedad —cuando nací, ella ya estaba enferma—, pero ahora sé que no fue por eso.
Mi abuelo Pedro estaba sentado en un sillón y yo estaba al lado de él. Su mano se apoyaba lánguida en la mía, como si descansara. Por eso, al sentir cómo me apretaba hasta casi hacerme doler, me sorprendí. Seguí su mirada y me encontré con la prima Julia —como no se casó, siempre fue la prima Julia, nunca ascendió al puesto de “tía”—, a quien hacía mucho tiempo que no veíamos.
Nadie percibió ninguna diferencia, por supuesto, una pariente lejana venía a presentar sus condolencias, pero yo me di cuenta de que algo había cambiado. Mi abuelo sonreía levemente como si estuviera en paz. Es más, estoy segura de que se había olvidado de mí y del resto de la gente.
Ella se acercó a saludarlo, creo que tenía los ojos llenos de lágrimas. El abuelo Pedro se paró, le tomó la mano y se la besó con una ternura muy perturbadora, por lo menos para mí, muda ante esa escena inesperada.
—¿Ahora sí? —preguntó Julia.
—Ahora sí —contestó mi abuelo.
Julia inclinó la cabeza y, con un gesto casi imperceptible, sacó de su bolso un manojo de cartas atadas con una cinta blanca.
—Acá están las que faltan, nunca me dejaron mandártelas.
—¿No pasaban la censura? —preguntó mi abuelo.
—No, eran demasiado apasionadas —dijo Julia sin sonrojarse y agregó—: cuando termines de leerlas…
No pudo completar la frase, rozó el brazo de mi abuelo con suavidad y se fue tan discretamente como entró. Recién en ese instante, él se percató de mi presencia y me miró como si hubiera visto un fantasma.
—¿Vas a contarme vos o tengo que preguntar yo?
—Sos muy chica para entender.
—Abuelo, no soy chica para nada, no digas eso, siempre me contás todo y…
—No, esto no.
—Por favor, abuelo —le supliqué buscando su mirada.
—Está bien, pero es entre vos y yo, ¿de acuerdo?
—Sí, claro.
Deteniéndose cada vez que alguien se acercaba a darle el pésame, el abuelo comenzó su relato:
—Cuando llegué de Ekaterinoslav, hace muchos años, me puse a buscar trabajo y una novia. Trabajo conseguí rápido, pero novia… No era tan fácil en esa época y yo quería enamorarme de verdad… Le pregunté a mi tía Esther, que ya vivía en Buenos Aires desde hacía bastante tiempo. Yo sabía que ella era medio casamentera y que conocía a todo el mundo. Poco después, me presentó a Sara, en ese momento era una chica alta y rubia que trabajaba como costurera y que ya estaba en edad de casarse. Nos gustamos, bueno, ella me gustó a mí por lo menos y le propuse que fuera mi novia. En esa misma época, del trabajo me mandaron a Comodoro Rivadavia, hacía poco que habían encontrado petróleo y necesitaban muchos obreros especializados.
—¿Y qué pasó?
—Quedamos en escribirnos hasta mi vuelta y así fue. Lo que yo no supe en ese momento es que Sara se acobardó diciendo que no podía escribir ni dos líneas, entonces Esther convenció a su hija Julia…
—La prima Julia…
—Sí, la convenció de que ella escribiera las cartas para que el romance no naufragara antes de empezar. Y Julia, aunque tenía solo 15 años y ninguna experiencia sentimental, escribió las cartas de amor más dulces que se hayan escrito. Y yo me enamoré de la autora de esas cartas perdidamente, sin saber que no era Sara sino Julia. Cuando volví, no tenía dudas, quería casarme enseguida con esa mujer que llenaba mis noches de poesía. Y nos casamos…
—Pero si la abuela no fue la que escribió…
—Enseguida, Sara quedó embarazada de tu mamá —continuó el abuelo sin hacer caso de mi interrupción—, yo ya la notaba algo distinta, pero suponía que era el embarazo. Cuando nació tu mamá, Sara me confesó la verdad, ella no era quien yo creía.
—¿Y qué hiciste?
—Me quedé, ¿qué podía hacer en esa época? Me había resignado a que el amor se encontraba solo en las cartas o en los libros. No tenía idea de quién había sido la verdadera autora, hasta que un día, mi tía Esther, con bastante remordimiento creo, me lo contó. Ella había intuido lo que se había gestado involuntariamente entre su hija y yo, por eso a mi vuelta la mandó a estudiar lejos, a La Plata, para que no nos cruzáramos.
—¿Y después?
—Después… esa tristeza que se te pegotea y se te hace tan natural que ya ni te das cuenta de su existencia. Pensás que sentirse así es lo normal. Hubo un momento en que casi logro irme con Julia, pero tu abuela se enfermó y me hizo prometerle que me quedaría a cuidarla, que ella no podía vivir sin mí. Y volví a quedarme. El resto de la historia ya la conocés…
—¿Y ahora? ¿Ahora sentís que te toca, abuelo? —le pregunté conmovida.
—Ahora sí —me contestó.
Acarició las cartas y deshizo el nudo de la cinta blanca.

 

Publicado con la autorización de su autora.

 

Fuente: http://www.solocrecer.com

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