LITERATURA

LEER EN VOZ ALTA

 

 

Hernán Casciari

 

Hace un año estaba durmiendo con el teléfono cerca y cuando suena lo atiendo y era Pergolini. Yo tenía tres cuartos de cerebro todavía roncando: solamente un pedazo de mí entendía la realidad. Y como en toda mi vida solamente había escuchado a Pergolini por la FM Rock & Pop, durante el primer minuto todo lo que me dijo, para mi cerebro, fue escuchar la radio.

En esa frontera rara del entendimiento, yo no había atendido un teléfono: yo había pulsado sin querer la aplicación de la Rock & Pop que tengo en el iPhone. Así que seguí durmiendo, tranquilo, mientras Pergolini decía por la radio que un hijo suyo había leído un libro mío, que después él había leído ese libro por recomendación del hijo suyo, y que ahora estaba armando un teatro con una radio adentro, y que quería que yo hiciera no sé qué cosa en su radio. Yo pensaba:

«Qué loco, Pergolini está haciendo un radioteatro en mi cabeza».

Entonces escucho que dice:

—Hernán, ¿estás ahí?

Y eso me despierta del todo y me hace saber que Pergolini realmente estaba hablando conmigo por teléfono.

Lo demás fue todavía más confuso y ya no fue por teléfono sino por Skype. Pergolini quería que leyera mis cosas en su programa matutino, en una especie de sección o de columna. Le dije que no me podía comprometer, porque estaba con la revista, a escribir nada nuevo. Me dijo que no le importaba si leía cosas viejas. Entonces le dije que probáramos un mes. Me dijo que no, que contrato semestral mínimo. Le dije que primero le mandaba algo, para ver si le parecía decente. Me dijo que bueno.

Entonces agarré un texto cualquiera, de las columnas que escribía en La Nación los domingos —porque era lo único que tenía con una extensión de más o menos tres minutos— y grabé el texto con el celular, mientras cagaba en el baño, y se lo mandé a su teléfono. Después le pregunté qué le parecía.

Me dijo que era eso lo que quería, justamente. Me pareció que sus expectativas eran bajas, pero no se lo dije. En cambio le pregunté si, cuando lo hiciera en serio, tenía que comprarme algún micrófono especial, o grabarlo de una manera específica. Me dijo:

—No, no, no: hacelos así, mandálos de tu celular a mi celular, como un mensaje de voz del teléfono.

Y yo pensé:

«O la tiene muy clara o le chupa un huevo».

Pero tampoco se lo dije.

Lo que hice, desde esa mañana, todos los lunes, los miércoles y los viernes temprano, fue mandar al celular de Pergolini ciento dieciséis mensajes de voz, de entre tres y cinco minutos cada uno. Y él los fue pasando en su programa de radio. Este, que estoy a punto de mandar ahora, es el ciento diecisiete, y también es el último.

Yo no pensaba que pudiera llegar ni a cubrir dos meses, porque no tenía demasiados textos de tres minutos. Pero con el tiempo fui modificando cuentos más largos, quitándole párrafos, rehaciendo historias o convirtiendo un cuento largo en dos más cortos, y hasta me divertí en el proceso de adaptación.

Hoy lo dejo, sobre todo, porque ya casi no me quedan cuentos para leer. Pero disfruté mucho de compartir esas lecturas con gente nueva.

Leer en voz alta una historia es la primera forma de la comunicación. Un grupo de gente, alrededor del fuego, escuchando a uno que habla, que cuenta algo; así fue el principio.

Después nos pusimos exquisitos, y ahora tuiteamos, blogueamos, podcasteamos, mandamos mensajes de voz de móvil a móvil, yo le dicto millones de bytes a un iPhone, Pergolini los abaraja con su Blackberry y los emite por frecuencia desde un satélite… Todo lo que quieran. Pero en realidad lo que hicimos este año, durante ciento diecisiete mediodías, fue sentarnos alrededor del fuego a escuchar historias.

Así empezó todo, y seguimos igual.

Fin de los mensajes.

 

Fuente: http://editorialorsai.com

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