EL EXTRAÑO SÍNDROME DE LOS NOUVEAU SOMMELIERS
Gino Winter
Aprendí a tomar vino desde muy niño, especialmente con las comidas, una de las pocas costumbres que mi familia materna mantuvo de mis bisabuelos genoveses. Quizás por esa razón, siempre me pareció el mejor de los tragos, el más rico, el de mejor color, olor y textura, además de ser el más romántico y de lejos el más sexy. Otra herencia materna, la hiperuricemia, hizo que me alejara de este placer y que tenga que tomarme una pastilla Zyloric cada vez que me tomo un par de copas de Chianti, para evitar entre otras cosas, la formación de cálculos renales y su respectivo cólico miserere.
Como comprenderán, las poco frecuentes ocasiones en que me permito paladear una copa de buen tinto, son para mí motivo de especial contemplación y disfrute, hasta que alguna frase cojuda sobre taninos, bouquets, maridaje o el «sol frío» sobre la hoja de parra, me hace salir de mi particular nirvana y verme despertar en medio de una gavilla de nouveau sommeliers que intentan narrar todas las etapas que suponen voy atravesando mientras paladeo mi copa de vino.
¡Me lleva el chanfle! Ya no sólo las piedritas en los riñones ni el gancho al hígado, sino ahora también tengo que aguantar a toda esta masa de snobs que se sentirían realizados con una cuchara o taza colgando del cuello… Y no me refiero a los verdaderos catadores, profesionales del trago con años de ciencia, sino a toda esa colonia de huachafos que con un par de libritos o una revista gourmet ya creen conocer el secreto de la «enología filosofal» y no pueden tomar su vino callados sino que tienen que mortificar a toda la mesa machacando sus comentarios innecesarios sobre lo evidente o lo que nos tiene sin cuidado a la hora de saborear un buen vino.
Ahora todo el mundo se cree gran sumiller, se meten a clubes donde los verdaderos expertos hacen su gran negocio, asisten a catas de catas y al final siempre terminan dicendo las mismas estupideces: «Aroma complejo y persistente con taninos maduros y nariz envolvente, aporte de elegancia y buena tipicidad, torrefacción de minerales con dejos clásicos y redondos y una concentración cromática del rojo bordó con reflejos azulados y marrones, tirando al amarillo canario…» ¡Churchill, yo sólo quería saber si no estaba tronchado!…
A mí siempre me joden con que debería tomar un vino blanco (Riesling, Chardonnay o Colombard para estos maricas) cuando estoy comiendo carnes blancas… ¡ME GUSTA EL TINTO, CARAJO! ¡YO lo estoy tomando y YO lo voy a pagar, a ver si la cortan de una vez!
Luego de leer, en las revistas gratuitas de los aviones, páginas de páginas acerca de Merlots, Malbecs, Cabernets, Sauvignons, Pinots Noir, Zinfandels, Nebbiolos y la teta del sapo, y de emborracharme probando todos los tipos disponibles de vino en el Valle del Napa, en San Francisco, California (se suponía que yo debía haber llegado al Sylicon Valley, pero el automóvil parece que se desvió) y de soplarme cuatro horas de explicaciones gratuitas sobre enología (y no recuerdo casi nada) he decidido separar los vinos en sólo dos grandes categorías: A.- Lo pruebo y me gusta y B.- Lo pruebo y no me gusta ¡a la mierda!.
Si eres muy exquisito y quieres el mejor vino, anda a un buen restaurante de la high life y pide el más caro de la lista, si no puedes pronunciarlo puedes señalarlo con el dedo, con lo que vas a pagar todo te será permitido y tendrás hasta un 90% de posibilidades de haber acertado… Y si no lo sentiste muy diferente a tu acostumbrado Gran Tinto Tacama, tu Fond de cave Ocucaje Gran Croix o tu Queirolo del alma, salvo en la billetera, entonces friégate por figuretti y paga.
La próxima pide tu Palomino sudafricano o tu Navarro Correa de veinte cocos y hazte el loco, como la botella es pavonada…