DE COLOR ROJO
Luis Urgilés
En un principio pensaron que se había refugiado en algún lugar fuera de la casa, después estaban seguros de encontrarlo allí, en el mismo sitio donde construía sus mundos, esas visiones infantiles desintegradas en la llamada purificación.
Dos días transcurrieron y los vapores aún se desprendían, al igual que por mucho tiempo habría de permanecer la imagen de la casa, enorme y apretada por incontables inquilinos, los que pagan, los que entran escondidos, los que están presos y los que agonizan. Tal vez se cansó de las discusiones secretas, de los ojos recorriendo puertas, de los labios incansables o de los pasos repetidos en el sube y baja de las escaleras.
–Allí está el cajón de juguetes, dijo la mujer, hoy no te podré llevar.
–Sí, como siempre, pero solo quiero el carrito rojo.
–Allí mismo está.
El pequeño empezó a tirar los juguetes del cajón. La mujer fingió no darse cuenta y recogiendo la cartera, en el espejo, se reencontró con su rostro saturado en coloretes; gracias a Dios todavía no me salen, pensó estirando una hebra de su cabello.
–Tampoco te asomarás por la ventana, le ordenó.
–Sí, ya sé, “tampoco que ande por los enchufes, ni en los armarios, y sobre todo, en la cocina, no jugar con la cajita”, ya me la sé de memoria.
Demasiado cuarto para él solo: sillas y mesas queriendo jugar con él; seis años y ya tener que mirar desde la ventana, al otro lado, gentecitas cruzando, murmurando o gimiendo. Abrazado al carrito rojo pensaba en el retorno de su madre.
–Si pudieras salir, pinocho, para que juegues conmigo, decía arrancando las hojas del cuento, y dirigiéndose al otro cuarto continuaba: -la cocina es el mejor lugar para jugar, y sobre todo con la cajita. Primero uno, y en la llama dormida veía las cosas que en él no existían.
–Ven tu pinocho, esto te hará vivir.
Y pinocho desapareció por completo.
–Aún escucho tus advertencias mamá, pero más me gusta quemarme las uñas.
Entonces las estampas de porki y el pato donald tomaron vida, así lo pensó, pero desaparecieron.
Del otro lado de la puerta con candado la multitud se alteraba, gritos despavoridos, conciencias en apuro. También la casa estaba tomando vida, crujía, temblaba. El derrumbe. Los inquilinos recogían las huellas de las escaleras y la puerta con candado empezó a cubrirse del manto limpiador. En el interior, el carrito rojo se retorcía y el armario se tornaba en hoguera.
La madre regresó tarde. –No, no puede ser– y a mover palos carbonizados, clavos humeantes y ladrillos pulverizándose, y cuando las lágrimas ayudaban a enfriar los lamentos, a poca distancia de la lata retorcida, envejecida en minutos, apareció el montoncito de carbón apenas reconocible, todo, envuelto en una atmósfera aparentemente purificada. Un purgatorio abandonado.
Fuente: http://link.lib.byu.edu/