EL SOBRE LACRADO
Mempo Giardinelli
Para Cristina Meliante
Hay tantas maneras de contar una historia como narradores existen en el mundo, es verdad, pero yo digo que ninguno como Víctor Miguel Tapia, aquel extraordinario fabulador que, acabo de enterarme, falleció recientemente en Posadas, adonde los Tapia se fueron a vivir hace unos años, más o menos por la época en que yo accedí a la judicatura.
Don Víctor Miguel tenía una voz ronca de bajo profundo, que medio acariciaba las palabras y hacía que cualquier anécdota trivial pareciera un episodio trascendente. Yo era pibe pero me acuerdo de las deliciosas
sobremesas que nos obsequiaba a los amigos de sus hijos, a veces en su casa de la calle Brown, a veces en el Hotel Colón cuando el Hotel Colón era un sitio elegante, de gente de pro (como decía mi padre cuando nos llevaba a cenar ahí o al Club Social, que era el otro restaurante distinguido de la ciudad). Me parece verlo, hablándonos desde la autoridad de sus impecables camisas de poplín y moñito al cuello. Jamás lo vi con corbata ni a pecho descubierto. Era como si las historias que contaba salieran no de su boca, sino de esos moños. Y acaso era esa autoridad la que hacía que a nosotros nos pareciese verdadero todo lo que él narraba, siempre aderezado con nombres de personas y lugares que todos conocíamos.
Una de esas narraciones es la que ahora voy a referir, con la aclaración previa de que sé que se trata de una historia pueril, nada asombrosa, y que yo jamás hubiese reproducido si no fuera porque ahora es pertinente. De modo que a pesar de las limitaciones de mi memoria, y sin la elocuencia del viejo Tapia, aquí va mi versión de las vicisitudes que debieron afrontar dos seres a los que el destino —esa imprecisa manera de llamar a Dios que tienen los ateos, como decía Tapia— zamarreó despiadadamente.
Todas las mañanas aquella muchacha hacía lo mismo: pegaba la cara a la ventana para mirar, lánguidamente, cómo se descargaba el camión colorado y el puesto de frutas y verduras se llenaba de cajones prolijamente acomodados unos encima de otros. Desde hacía meses, siempre lo mismo. Todo había empezado un amanecer de marzo en el que, bajo una persistente llovizna, comenzaron a armar el puesto en la esquina de 25 de Mayo y Necochea, desoyendo las protestas de los vecinos que consideraban absurdo desvalorizar el barrio instalando esa casilla de la que emanarían intensos olores y sólo serviría para ensuciar las veredas y afear los frentes de las casas. Y mañana en la que vio a ese muchacho fornido cuya espalda parecía una armoniosa combinación de músculos, y su cara una dura máscara de luchador romano que apenas, y sorpresivamente, se dulcificó cuando miró hacia su ventana, en el primer piso de la casa de enfrente.
Ella lo había estado mirando con la inconfesada sospecha de que a partir de entonces sus pensamientos y sus sueños cambiarían. Y quizá porque las certezas inesperadas resultan chocantes, había corrido la cortina bruscamente, fastidiada, cuando él la miró.
Pero al día siguiente se dedicó a espiar cómo terminaban de apuntalar el puesto, colocaban la instalación eléctrica y acomodaban los cajones abiertos con los precios marcados con tiza. También prestó atención, como cualquier otra mañana, al rutinario deslizarse de los automóviles, al cansino andar del caballo del panadero, al puntual paso de los micros de larga distancia que venían de la capital, Formosa o el interior de la provincia, y hasta al anticipado estruendo de las chicharras siesteras que rompían a cantar pasado el mediodía. Pero nada la desvió del descubrimiento de que lo que más se repetía, precisa, insistentemente, era su propia mirada sobre ese muchacho de hombros anchos y puntual sonrisa que charlaba con todos los clientes.
Durante muchos días, pongámosle un mes o dos, la muchacha miraba al verdulero desde su ventana, infaltablemente, y el muchacho le devolvía miradas, a veces sonrisas, a veces indiferencia.
Una de esas mañanas, el joven dejó el diario a un costado cuando se dio cuenta —supongamos— de que le interesaban muy poco las estadísticas de la carrera armamentista europea, el avance arrollador de los falangistas españoles o las bravatas de Adolfo Hitler. Acaso pensó que se trataba de un mal día, porque además tenía que ir al banco a levantar unos documentos, y encima llovía y disminuía la clientela, como si los días de lluvia la gente decidiera comer menos frutas y verduras que el resto de la semana. Nervioso, encendió un cigarrillo y arrojó el fósforo a un lado, sobre el pavimento. Entonces reparó en ese movimiento casi imperceptible en la ventana de ese primer piso. No era un descubrimiento: invariablemente la cortina de esa ventana se movía como si una brisa interior se produjera justo cada vez que él miraba hacia arriba.
En cierto modo esperaba ese meneo de la cortina. Ahí atrás había un rostro que lo espiaba desde hacía meses. Y era una muchacha, sin dudas, que esquivaba su mirada cada vez que él la sorprendía, y que carecía de ingenio (y de velocidad) para disimular y correr con la suficiente presteza la cortina o hacer como que miraba distraídamente los coches que pasaban. Era como un juego, en definitiva, que le importaba poco pero lo intrigaba cada día más.
A todo esto había una anciana en la historia, la vieja Elisa, que era algo así como la nodriza de la piba. La ayudaba todas las mañanas, luego de levantarla, asearla y asistirla en los ejercicios matinales. Después, le cubría las piernas con la frazada, le acomodaba amorosamente los pliegues, acercaba la mesa a la ventana y hacía mutis cuando la chica empezaba a escribir.
Con letra pequeña y caligrafía de adolescente, escribía un Diario en el que llevaba, a modo de cuaderno de bitácora desprovisto de aventuras, arcabuses y descubrimientos, un listado de sus fantasías, ideas, observaciones, sueños y frustraciones. Era un cruel pero paradójicamente inocuo testimonio de su niñez y de su enfermedad, doce años atrás, cuando dejó de ser una chiquilina de pelos dorados, fuerte y sana, y además privilegiada porque su papá era uno de los comerciantes más ricos del Chaco. Y era también un recuento de la angustia que sobrevino a la fiebre, a los dolores musculares, a la extensa internación y al invariable llanto de su madre y la definitiva resignación de su padre. Allí narraba para nadie una especie de repertorio autocompasivo: la penosa tarea de recuperación (eufemismo para justificar la silla de ruedas y la gimnasia casi inútil de cada mañana) matizada con pensamientos y citas que tomaba prestados de la nutrida biblioteca que tenía a su alcance, todo lo cual pretendía describir su tenaz voluntad de volver a caminar, decisión que contrastaba con la certeza médica de la imposibilidad.
Como no escapará a la inteligencia del lector, era obvio que esta muchacha acabaría enamorándose —o lo que fuere que sintiese— del frutero al que espiaba con una rigurosidad típica de los nazis de la época.
Y claro, el joven también empezó a ser parte de su Diario, en el que le escribía apasionadas cartas de amor, como es fácil imaginar.
Hasta que un buen día —en ese invierno que según Tapia fue crudísimo y amargo porque en septiembre empezó la guerra europea— la muchacha abrió la ventana y, cuando estuvo segura de que él la miraba, lanzó un sobre doblado hacia la calle y enseguida se escondió tras la cortina.
Aquella vez su letra se había deslizado con firmeza sobre varias hojas: de los recuerdos había pasado, con inesperada serenidad, a un presente que se llamaba Raúl, nombre que en boca de Elisa ya le era tan familiar como la existencia misma del puesto de frutas y verduras. Y escribió que lo imaginaba tierno y romántico; y le confesó que su vida había cambiado desde que se instalara allá abajo, desde que supo que él esperaba su mirada para sonreír de costado.
Cinco minutos más tarde, espió por la ventana y vio el sobre en las manos bastas de él, y su negra mirada dirigida interrogativamente hacia su ventana como taladrando el vidrio para penetrar, insolente, en su habitación.
Es dable deducir que el muchacho habrá pensado que esa chica debía estar loca, seguro era una nena malcriada y frívola como son las hijas de los ricos. Pero más tarde, tras leer la carta, seguramente sintió una mezcla de estremecimiento, lástima e incomodidad, y se quedó mirando insistentemente esa ventana que entonces sólo mostraba la indiferencia de las cortinas corridas.
Se habrá preguntado qué hacer, recordando los ojos marrones, la cara ovalada y la expresión como de asombro permanente de la muchacha.
Y acaso sólo entonces reparó en la palidez exagerada de ese rostro, como el de un entalcado payaso de circo. Era obvia la importancia que había adquirido su existencia en la imaginación desbordante de esa muchacha que le confesaba, ingenuamente ardorosa, una pasión extraordinaria. Y cabe preguntarse si habrá advertido su propia, súbita capacidad de mutar el destino de una vida —la idea, digo yo, le habrá parecido inmensa, incontrolable— y hasta la concreta posibilidad de representar a Dios en el estrecho universo de los sueños de esa chiquilina que firmaba esas hojas con su vida, con su patética historia personal, al fin y al cabo una manera de impactarlo más contundente que si hubiera colocado un nombre cualquiera al pie de la carta. Turbado pero envanecido, el frutero guardó el sobre entre sus ropas y atendió a un cliente.
En este punto, es obvio que el lector ya se dio cuenta de cuál pudo ser el final de esta historia que hoy llamaríamos telenovelesca. Según Tapia, la muchacha comprobó que desde su interior le brotaba una irrefrenable y desusada excitación que, en definitiva, no era sino la certidumbre de que se terminaba un ciclo, una sensación como la de arribar a destino luego de una larga travesía. Se pasó toda esa tarde dedicada a la lectura. Frenéticamente, leyó algunos cuentos en la Mundo Argentino, unos versos de Darío, o de Carriego, y terminó inmersa en las últimas, recientes novelas de ese desesperado autor que hacía furor en Buenos Aires: Roberto Arlt. Y cuando se hizo de noche descorrió la cortina, comprobó la límpida belleza que suelen tener los cielos de invierno sobre Resistencia, y bajó la vista y confirmó lo que tan ansiosamente había esperado: tres hombres desmontaban el puesto, cargando paneles y cajones sobre un camión estacionado junto a la vereda.
Hasta aquí la reproducción, más o menos fiel, de lo narrado por Tapia. En definitiva, como yo mismo menoscabé en alguna ocasión, aunque amarga, ésta no era sino una historia de amor algo pueril, poco apta para que algún libretista convirtiese en teleteatro.
Sin embargo, y aunque durante todos estos años no recordé este relato, anoche lo reviví intensamente después de leer la carta que desde Posadas me envía Angélica Tapia, la hija mayor de Víctor Miguel.
“Mi padre —cuenta ella— alguna vez intentó escribir sus memorias, pero siempre desechó la idea arguyendo que todas las maldiciones del mundo caerían sobre él. Y usted bien sabe lo supersticioso que era, como yo sé de qué modo atroz le remordían las culpas que decía acarrear desde su juventud. Lo cierto es que antes de que se agravara su enfermedad me pidió que abriéramos su caja fuerte sólo después de su muerte, y que yo entregara a su confesor (el ya anciano padre Mauro di Bernardis) un sobre que allí encontraría, lacrado y fechado treinta y seis años atrás.
“Pues bien, una vez repuesta de la pérdida de papá, me dispuse a cumplir su mandato. Pero —¿mujer al fin, dirá usted?— no pude evitar que la curiosidad me llevara a cometer la ominosa acción que ya se podrá imaginar. En efecto, abrí el sobre y leí, con creciente sobresalto, la inconfundible letra de mi padre confesando lo que él mismo califica de ‘abominable actitud del joven impetuoso que soy’. En síntesis, querido amigo, le diré dos cosas: que él fue el frutero de aquella historia de amor; y que el final, en verdad, fue otro.
“La misma noche del día en que el Raúl del relato recibió la carta de la joven lisiada, papá trepó furtivamente hasta ese primer piso de la calle Necochea. La muchacha admitió su presencia y lo amó —asegura papá— ‘con una pasión y una entrega que yo desconocía totalmente’. Horas más tarde, al amanecer, se alejó de la alcoba saltando desde la ventana hacia la vereda.
“Sólo al mediodía, cuando abrió el puesto de frutas y verduras — termina papá su confesión— comprendió que su acción, lejos de ser generosa, había sido tan terrenalmente egoísta como para desencadenar una tragedia.
“Y es que junto a la carta había un recorte desteñido de El Territorio en el que se comenta la terrible manera escogida por la hija lisiada del Dr. P. de poner fin a su vida, disparándose un balazo de pistola calibre 45 en el corazón, luego de haber sido —como demostró la posterior autopsia— misteriosamente desflorada sin violencia”.
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