INFANCIA
Jacques Prévert
-¿Llorabas? – le preguntaba yo.
-No. Era tonto llorar.
Su risa loca la dominaba otra vez, sacaba a nuestro gato, Sigurd, de la cesta, lo tomaba entre sus brazos y lo mecía como a un bebé.
-Si me quieres, Sigurd, mueve la oreja una vez.
Y Sigurd movía la oreja.
-Si quieres a Jacques y a Jean, muévela dos veces.
Sigurd la movía dos veces.
-¿Y a André? Si lo quieres, muévela tres veces.
Y Sigurd no movía la oreja para nada.
Mi padre levantaba los hombros, molesto.
-Tiene su gracia ese tonto, pero cada vez hace la misma cosa. Sin embargo, a mí me gustan mucho los gatos, como al cardenal Richelieu. ¡Sigurd!
-Él lo dice en broma – y ella continuaba. ¿No es cierto que quieres a André, y que lo quieres mucho?
Y Sigurd movía las dos orejas con mucha rapidez, como un pequeño asno incomodado por las moscas.
Yo demoré mucho tiempo en descubrir el truco; sin embargo era de una simplicidad casi infantil. Un soplo. Casi nada. Mi madre, imperceptiblemente, soplaba en la oreja del gato, un instante.
– Tu madre es un hada –decía papá.
Era por eso que yo tenía miedo, cuando ella me leía cuentos, de que desapareciera en la historia como las hadas que evocaba.