ESPANTOS CONGÉNITOS
Solange Rodríguez Pappe
—Es….es una historia larga— intentó explicar él entre tartamudeos. En un descuido, ella había confundido la puerta del baño con la de la habitación que escondía el secreto y se había quedado mirándolo, ni siquiera se molestó en fingir que estaba haciendo otra cosa cuando él salió de la cocina. Ese era el problema de llevar mujeres a la casa familiar, solían ser curiosas. En la oscuridad de la pieza, una figura reptante y húmeda se movía entre gorgoteos; era una sombra móvil de intensos ojos amarillos con hedor a pantano. La muchacha la contemplaba valientemente apretando las mandíbulas. Lo que sí, tenía la mano derecha engarrotada en el pomo: parecía soldada a él con acero y hielo. Ni lo soltaba ni cerraba del todo la puerta del monstruo, cualquiera diría que se había vuelto de piedra o de sal. Y pensar que él tenía helándose desde la tarde una botella de Cuvée Belle Epoque para la ocasión.
—Nos la heredó mi abuela y a ella su abuela griega. Es una erinia, viene del otro mundo convocada por una vieja maldición realizada en Patmos para vengar una deuda de sangre: un asesinato. Espera, quiero que escuches algo hermoso — Y se dirigió al estéreo para bajar el volumen, buscando llegar al otro lado de la habitación tuvo que empujarla de los hombros porque ella seguía pegada a la puerta. En el silencio de la noche se escuchó un canto agudo acompañado del chasquido de cascabeles. Él tenía razón, era bello pero terrible— ¿Es hipnótico, no? Lo he venido oyendo durante toda mi infancia, con el tiempo uno se acostumbra y hasta lo extraña. No te inquietes, nena, no nos va a hacer daño. Le he hablado de ti, le he dicho que eres especial.
— ¿Y no puedes deshacerte de ella, o algo? — Se dio cuenta que susurraba, el sonido de las escamas agitándose, lo tomaba todo.
—No — replicó horrorizado, —, se supone que la erinia pasa de generación en generación al primogénito y debe atormentarlo con aullidos y provocarle pesadillas, pero esta es como un miembro de la familia del que debo hacerme cargo, ya te he lo dicho, como lo hice con mi mamá, ya sabes…tanto tiempo agonizando… — esto último lo dijo con la voz muy baja, imitando las palabras de ella — Hemos llegado a un acuerdo, ella come carne todas las semanas y si se la consigo, me deja en paz. No sé cuantas generaciones falten pero confío que mis hijos ya estén libres del hechizo— Y tomó la mano de ella que había estado sujetando la perilla, la notó fría, inexpresiva— Nuestros hijos.
— ¿Come carne? — Era lo único que había escuchado.
— Carne de oveja, tontita. No tienes idea de lo que he pasado para conseguir un proveedor de ovejas en la ciudad.
— ¡Pobrecito! — ella le lanzó los brazos al cuello, por un momento volvió a ser la chica comprensiva y dulce de siempre— ya que hablas de tema, yo también cargo con lo mío. — le habló al oído aprovechando la cercanía— El cáncer de mi padre; la diabetes de los abuelos, de esa degenerativa que hace que te vayan cortando en pedacitos; la alopecia; la artrosis de cadera. Todavía no sé de qué lado de la familia voy a heredar las várices ni de qué tipo sean, sin mencionar que todas las hermanas de mi padre se han vuelto locas al llegar a los sesenta años; por ahí se me escapa alguna cosa, quizá la osteoporosis, la dispepsia que una vez tuvo…— Correspondiendo al abrazo, él sintió como sus músculos se engarrotaban de espanto. Ahora, el silbido de la erinia era solo una referencia lejana que se mezclaba con el ruido de la voz de ella. La chica seguía enumerando síntomas y él sentía miedo, mucho, mucho miedo.