DE TODO UN POCO

LA GUERRA DEL CERDO

Martín Caparrós

Fue muy rápido: hace cuatro meses era una novedad extrema, lo inesperado y nunca visto, y ahora la pandemia ya tiene su historia, sus etapas, sus infinitos recuerdos y sus recuerdos infinitos. Pocas veces la humanidad tuvo que aprender tan rápido conductas tan distintas; pocas veces, es cierto, tuvimos tanto miedo.

Ya hay, entonces, revisionistas de la peste, gente que la entendió en minutos y que ahora, cuatro mil horas después, va entendiendo que entendió tan poco. Al principio hubo incluso imbéciles que escribieron que una de las grandes novedades de la plaga era su carácter igualitario: que atacaba por igual a ricos y pobres, poderosos e impotentes –solo porque se cebó en alguna gente a la que habitualmente estas cosas no les suceden: Johnson, Bolsonaro, Nkurunziza y otros negadores seriales, homicidas por omisión y por acción. Los poetas manejaron, por un momento, la justicia –pero no duró.

Aquellos expertos instantáneos –abundantes, autoconvocados– explicaron incluso que la pandemia nos mostraba que no había salvación individual: “En este mundo plano hemos aprendido lo que ya sabíamos: que todos dependemos de todos los demás. Los momentos fuertes de la historia son aquellos en que el destino no es individual sino común. O, mejor: esos momentos en que no hay forma de negar que el destino no es individual sino común.”

Había un problema: que un destino sea común no impide que cada quien lo enfrente con sus recursos individuales. Eso es, precisamente, la desigualdad.

Y la desigualdad empezó a manifestarse con fuerza, con brutalidad en casi todos los aspectos de la pandemia. Está, para empezar, la desigualdad fundamental entre los que tuvieron buena atención médica y los que no. La desigualdad de saber que si te enfermás tenés que ir a tentar la suerte a un hospital colmado y mal provisto o tenés “derecho” a una atención cuidada y moderna porque lo estás pagando –lo cual te da incluso la opción de reclamar, porque el cliente, a diferencia del ciudadano, siempre tiene razón.

Y está la desigualdad entre los que pueden darse el triste lujo de encerrarse –no trabajar o trabajar encerrados– y los que no, los que no comen si no salen a la calle a buscarse esa comida. Es decir: los que se aburren y se inquietan y se asustan pero saben que todo está en armarse de paciencia, y los que saben que si esto sigue así ya no saben más nada.

Y está la desigualdad de tener que confinarse cuatro o cinco en un piso de sesenta metros o siete u ocho en un ranchito o cuantos sean en una casa con jardín. Y la desigualdad de estar moderna y abundantemente conectado e informado o tener que enterarse de alguna cosa cada tanto, y vaya usté a saber.

Y la desigualdad de poder comprar las mascarillas y alcoholes y remedios necesarios, o no poder comprarlos. Y la desigualdad entre los que tienen que trabajar en contacto con personas –sanitarios, cajeros de supermercado, policías, choferes– y los que no. Y entre los que pueden convertir su trabajo en teletrabajo y los que no. Y entre los que pueden desplazarse seguros en sus propios coches y los que tienen que amontonarse en un transporte público, y hay tantas más diferencias y desigualdades y cada una de ellas tiene dos facetas: la desigualdad social, entre personas de distinta clase en un mismo país, y la desigualdad nacional, en que todos los habitantes de un país tienen ventajas sobre otros.

La desigualdad, entonces, aparece en tantos campos. Es lógico: vivimos en sociedades básicamente desiguales y es lo suyo que, tras la primera sacudida, todo se haya reacomodado para mantener los privilegios. Es eso que decíamos hace nada: la distancia social no es la solución, es el problema.

Pero hay un espacio de desigualdad que no esperábamos y que está, en estos días, entre los más violentos: la edad.

En los últimos días, en los países que están saliendo de la primera fase –y cayendo a patadas en esta segunda que no imaginábamos tan rápida–, los que están ejerciendo su derecho a la desigualdad, pilar y base de la ideología individual, son los jóvenes. El discurso es, como siempre, simple: como a mí no me mata no tengo por qué quedarme encerrado, yo entiendo todo eso de la solidaridad y lo ejerzo todo lo que puedo, pero no es justo que yo me tenga que joder por eso, así que yo también voy a vivir mi vida.

Dicen, poco más o menos. Ellos no creen en el coronavirus: se ha dicho tanto que ataca sobre todo a los viejos, que se sienten inmunes. Lo propio de la juventud es creerse inmortal; en este caso, además, sobran datos y expertos en datos que les dicen que ellos de esto no se mueren. Así que las discos y las playas y las casas y los parques se llenan de muchachas y muchachos que intentan recuperar sus vidas y, para eso, se acercan, se tocan, se contagian. De ahí, muchas veces, el virus pasa a otros parientes, mata a alguien.

Esos muchachos y muchachas deben saberlo, en principio lo saben, pero no piensan que sea tan cierto y, sobre todo, no quieren joderse. Ejercen su desigualdad con alegría, son un buen ejemplo: muchas veces la violencia es un descuido, algo que se hace sin querer, el ejercicio de un derecho. Muchas veces la violencia es más que nada no pensar: elegir no pensar, no pensar en pensar. Es, al fin y al cabo, lo mismo que hace cualquiera de nosotros cuando dice y bué, yo me como el chuletón, si total eso no cambia nada. O yo me meto esa raya, que si no lo hago igual seguirá habiendo narcos.

Solo que, en este caso, la relación es tanto más directa: se nota demasiado. Es una de las –pocas– ventajas de ese tsunami en que vivimos. El virus, de puro bruto, echa abajo decorados y telones, muestra tanto de lo que no queremos ver. El virus te deja sin olfato ni gusto pero te abre los ojos.

Lo más fácil, entonces, es cerrarlos en un santiamén.

Fuente: https://chachara.org/

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